Victoria Prego, EL MUNDO, 3/7/12
Esta vez parece que no estamos cayendo en la tonta tentación de dar una interpretación política de largo alcance a lo que no ha sido más que una gran gesta deportiva. Que es mucho, pero es otra cosa. En esta ocasión no nos hemos lanzado a gritar que la ola de entusiasmo, bandera constitucional en ristre, es también la reafirmación del eterno ser de la patria.
Puede que la contención venga dada por el hecho de que nos estamos acostumbrando a que este soberbio equipo nos traiga a casa una copa tras otra y ya situamos sus victorias en su justo lugar.
O puede que, empujados por la pésima situación económica, hayamos abandonado el melancólico bucle que cada poco tiempo nos empuja a preguntarnos quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Últimamente hemos tenido demasiadas ocasiones de comprobar que la marca España existe ante el mundo, aunque –con la salvedad hecha del deporte– no haya sido para bien.
Esta vez la identidad la tenemos clara. Es que ya hemos visto hasta qué punto los problemas son los de España y que es a España a quien le prestan el dinero, a España a quien se lo cobran a intereses desorbitados y a España a quien aprietan desde Bruselas para que emprenda a fondo y con urgencia las reformas que requiere el país. Es España toda, sin adjetivos que la distraigan, la que intenta salir del pozo en el que lleva metida unos cuantos años ya.
Así que España como concepto está esta temporada fuera de duda aunque no esté siendo precisamente para regocijarse en su mismidad. Y hemos tenido tantísimas evidencias de que somos una nación y como tal nos consideran, nos critican, nos presionan, nos engatusan y nos proponen alianzas, que probablemente, y aunque haya sido a base de aceite de ricino, no nos veamos ahora mismo en la compulsiva necesidad de recibir el aluvión de banderas como un alborozado alivio constitucional.
Porque, eso sí: la bandera roja y amarilla ha inundado el país en estos últimos días. Banderas de todos los tamaños y en todos los soportes que salían a las calles al compás en que se iban sucediendo los éxitos de la selección. Y han sido banderas de celebración deportiva, no de reivindicación política, porque los españoles no necesitan hacer cada poco demostraciones históricas de españolidad. La tienen asumida y cuando quieren la sacan. Siempre, claro, que gane la selección.
Y eso, que lo hemos entendido casi todos, no lo ha entendido el nacionalismo pequeño, de mesa camilla, o de entrevisillos, que se asusta con sólo comprobar cómo España mueve a los españoles.
Lo que les asusta es el mismísimo concepto y su infinita potencia. Y por eso, en sitios antiguamente tan cosmopolitas –pero últimamente tan aldeanos– como la Alcaldía de Barcelona, han intentado evitar que los ciudadanos se concentraran en la calle para jalear los goles de sus propios jugadores, los futbolistas del Barça que se han dejado la piel para conquistar la Eurocopa. Una copa para España.
Ayer, terminado el campeonato y casi olvidado el penoso episodio de la falta de pantallas gigantes en las plazas de la capital, se exhibieron al desnudo las simplezas nacionalistas en forma de aportación intelectual de envergadura: puesto que, al final, varios jugadores se envolvieron en las banderas de sus respectivas comunidades, he aquí la prueba de que España es plural. Que paren las máquinas porque ahí le duele, ahí está el ser de la cosa. No habíamos caído en ello en todos estos siglos.
Colocar mensajes políticos ante un triunfo deportivo está fuera de lugar. El sentimiento español es mucho más fuerte que toda teoría. Y cuando la población se expresa a sus anchas y sin doctrina política que la presione, se comprueba con qué claridad y poder España existe como origen, como proyecto y como vínculo para los españoles. Incluidos catalanes y vascos, aunque esté mal visto por algunas de sus autoridades. El mejor sondeo está en los índices de audiencia. País Vasco, 72,1%. Cataluña, 74,3%.
Victoria Prego, EL MUNDO, 3/7/12