Llevamos meses enredados en el debate sobre la infame Ley de Amnistía que Sánchez y sus socios separatistas, comunistas y bilduetarras blanden como instrumento de demolición de nuestro orden constitucional, nuestro Estado de Derecho y nuestra existencia misma como Nación soberana e identificable en el concierto mundial. Los argumentos sobre la inconstitucionalidad de esta norma nefanda se acumulan y son expuestos convincente y públicamente por asociaciones de juristas, por reconocidos expertos en la materia y por los bufetes de abogados más prestigiosos del país. El Senado ha solicitado un dictamen urgente a la Comisión de Venecia del Consejo de Europa y caben pocas sospechas de que el veredicto de la docta institución no será precisamente favorable a la tropelía que impulsan inasequibles a cualquier escrúpulo o sombra de decencia el inquilino de La Moncloa y sus secuaces.
El forajido (políticamente hablando) que preside el superpoblado Consejo de ministros nos somete a una continua tensión cruzando cada día una línea supuestamente infranqueable tras otra sin que aparentemente nada ni nadie pueda detener su frenética carrera hacia el desastre nacional que nos espera al final de su escapada irresponsable e insensata. Indultos a los golpistas, eliminación del delito de sedición, rebaja de las penas por malversación, formación de una mayoría parlamentaria inicua con los enemigos jurados de España, giros bruscos e inexplicables en política exterior, blanqueamiento de los herederos del crimen organizado, apretones de manos y sonrisas para los que homenajean, colocan en sus listas electorales y encubren a los asesinos que mataron a sus compañeros socialistas, reuniones al máximo nivel con prófugos de la justicia humillando al Estado hasta extremos de náusea, aceptación de un grotesco mediador salvadoreño para dar fe de los acuerdos entre el Gobierno de la Nación y una banda subversiva de delincuentes condenados en sentencia firme o huidos cobardemente de la acción de los tribunales, ¿puede darse mayor ristra de ignominias, bajezas y renuncias deshonrosas de unos gobernantes frente a aquellos a los que no deberían halagar ni lamer las botas, sino combatir con todas las armas de la legalidad y de la democracia?
Cuando se les enfrenta a sus declaraciones recientes en total contradicción con sus posiciones de hoy se contentan con decir que han cambiado de opinión o se refugian en un silencio cínico y desafiante
Sin embargo, lo peor y más descorazonador en este panorama de degradación y de declive no es tanto el conjunto de iniquidades perpetradas contumazmente por el Gobierno y sus compinches, sino su trasfondo, el fenómeno profundo que subyace a qué tales abusos sean posibles y a que se presenten con inusitada desfachatez como correctos y convenientes para el bienestar general de nuestra sociedad. Semejante pretensión va necesariamente acompañada del recurso permanente a la mentira y al falseamiento de la realidad y así tenemos que asistir una y otra vez al atropello descarado a la facticidad palpable, a las comparecencias de responsables públicos que afirman rotundamente como evidencias inamovibles aquello que negaban con igual énfasis hace menos de un año y cuando se les enfrenta a sus declaraciones recientes en total contradicción con sus posiciones de hoy se contentan con decir que han cambiado de opinión o se refugian en un silencio cínico y desafiante.
El engaño como herramienta de persuasión
Ese es nuestro verdadero drama, la terrible situación que atraviesa España debido a que se ha impuesto, nos han impuesto, el desprecio absoluto a la verdad. Para que una democracia sea viable, tan relevantes son las reglas escritas, constituciones, leyes, decretos, presupuestos, procedimientos tasados y demás expresiones materiales de la estructura jurídica que articula la convivencia en paz, seguridad, prosperidad y libertad, como las no escritas, respetar la palabra dada, poner el interés general por encima del particular, tratar al adversario con decoro reconociéndole como pieza necesaria del sistema compartido, obedecer, además de la letra de la ley, su espíritu, prescindir del engaño como herramienta de persuasión, ejercer el poder con prudencia y sin excesos, comportarse de forma austera y honrada, escuchar a la oposición por si tuviera, no toda, pero parte de razón y, en definitiva, elevarse a las cotas altas de calidad ética adoptando el patriotismo como divisa orientadora de nuestros planteamientos y nuestras decisiones.
Nada de esto representa en este tiempo aciago que nos ha tocado padecer la tónica dominante. Para nuestra desgracia reina un clima sombrío en el que todas estas virtudes están ausentes y nos invade la plétora de vicios que las anulan. Enunciémoslo con implacable claridad: España se nos va por el desagüe de la historia porque se ha transformado, hemos permitido que la transformen, la hemos transformado, en suma, en un desierto moral.