España, ¿Un estado fallido?

ABC 23/04/16
IGNACIO OLÁBARRI GORTÁZAR, CATEDRÁTICO EMÉRITO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA

· «La experiencia republicana, la de la cruel guerra que la siguió y las del también cruel régimen franquista aconsejan no volver a las andadas, no poner en duda la legitimidad de la Constitución de 1978»

EL pasado 21 de abril, en estas mismas páginas, Josep Ramon Bosch, José Rosiñol y Ferran Brunet, miembros de Sociedad Civil Catalana, escribían que, «si no se afronta la conformación de un gobierno fuerte y estable, si no se confronta un programa de reformas que fortalezcan nuestras instituciones, si no se toman decisiones audaces y valientes ante el desafío separatista, si no continúan las políticas económicas adecuadas, entonces, España podría resultar una democracia fallida, un Estado fallido, explosionando en un buen número de Estados gamberros, abriendo un nuevo foco de desestabilización en la Unión Europea».

Ese riesgo, que me parece muy real, pone en cuestión el éxito de la única experiencia democrática española estable, que es, en mi opinión, el régimen construido a partir de un amplio consenso nacional desde 1977. La querencia de los nuevos partidos, como Ciudadanos o Podemos, por una segunda transición, parece no tener en cuenta ese éxito y, desde luego, en el caso de la formación morada y de sus intelectuales gramsciano-bolivarianos, considera que nuestra democracia actual sería más bien el «establishment» de la casta que no hizo sino sustituir, con el asenso de las fuerzas sustentadoras del franquismo, una dominación política por otra.

De ahí el predicamento que, tanto entre políticos como intelectuales –entre ellos muchos historiadores profesionales–, ha adquirido en los últimos años la II República. Es verdad que, como ha escrito Juan Pablo Fusi, «la República fue un gran momento histórico» y que «la coalición republicano-socialista, bajo la dirección de Manuel Azaña, inició un ambicioso programa de reformas de los que, desde su perspectiva, eran los grandes problemas de España», social, religioso, educativo, militar, regional.

Todo eso es verdad; pero también lo es que los planes del Gobierno dividieron profundamente la vida política y social y que dicha división no fue fruto únicamente de la reacción de los sectores que se veían afectados por ellos (católicos, militares, grupos sociales privilegiados). Muchas de las reformas emprendidas estaban mal concebidas o se revistieron de un excesivo sectarismo. Y las reformas laborales de los ministros socialistas (Prieto, Largo Caballero) se encontraron ya desde 1931 con la oposición violenta de los anarcosindicalistas, hasta llegar a sucesos tan controvertidos como los de Casas Viejas que narró, entre otros, Ramón J. Sender.

La II República fue, sin duda, un régimen democrático. Pero su legitimidad democrática mostraba dos importantes déficits: al primero se le puede llamar constitucional, y es que no hay que olvidar que la República fue el fruto de un proceso revolucionario –el movimiento de diciembre de 1930 que promovió la Conjunción Republicano-Socialista, el llamado Pacto de San Sebastián–. Lo de menos es que el intento revolucionario fracasase pero que consiguiera sus objetivos a través del triunfo de las candidaturas republicanas en las elecciones municipales de 12 de abril de 1931. Lo importante es que, como todo movimiento revolucionario, llegaba al poder contra un sector muy notable de la población: el que apoyaba a la Monarquía de la Restauración representada entonces por Alfonso XIII.

La legitimidad democrática del régimen republicano se hizo más dudosa a partir de 1933-1934 cuando, ante el éxito electoral de las derechas republicanas y no republicanas, quienes no habían dudado en recurrir a la violencia para traer la República no dudaron tampoco en volver a ella para no perder el control del país y lograr sus objetivos máximos. Es lo que recientemente ha denominado Víctor Manuel Arbeloa el «quiebro del PSOE», que en 1934 opta por la revolución, socialista-marxista, y es también la rebelión de la Generalitat de Companys, que no se conforma con el Estatuto de Nuria: ambas lesionan seriamente la legitimidad del régimen republicano y abren un periodo convulso que ha vuelto a narrar recientemente Stanley Payne. El origen de nuestra última guerra civil no es simplemente un golpe militar. El Ejército estaba dividido, pero también lo estaban las clases media y las clases trabajadoras después de cinco años de una vida social y política no asentada en consensos amplios entre la población española.

La experiencia republicana, la de la cruel guerra que la siguió –acompañada por un nuevo y profundo experimento revolucionario en la zona gubernamental– y las del también cruel régimen franquista aconsejan no volver a las andadas, no poner en duda la legitimidad de la Constitución de 1978 –indudablemente reformable, pero a través del mismo consenso que la inspiró–, porque, como ha afirmado hace unos días el presidente de la Conferencia Episcopal Española, «sin esta casa común quedaríamos a la intemperie y la convivencia podría volverse insegura». Desde la Francesada hemos estado buscando un régimen integrador para todos los españoles y hemos fracasado demasiadas veces en nuestro empeño. Es lógico que todos aspiremos a un futuro mejor, pero no lo intentemos a costa del mejor instrumento de convivencia pacífica del que nos hemos dotado al menos en dos siglos.