Ignacio Varela-El Confidencial
- La prolongada alianza de hecho entre Alemania y España se ha desarrollado al margen del alineamiento partidario de los mandatarios respectivos
El encuentro entre Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno español, y el canciller alemán en el castillo de Meseberg resulta singular por su formato, pero no por su significado. En realidad, es un episodio más de una historia de amistad recíproca que se remonta al nacimiento de la democracia española —al que Alemania contribuyó mucho más decisivamente de lo que la historia ha reconocido—, adquirió continuidad durante la negociación para nuestro ingreso en la Comunidad Europea, se consolidó con el respaldo, casi en solitario, de Felipe González a la reunificación alemana tras la caída del Muro y se ha prolongado hasta el día de hoy, únicamente con dos interrupciones: el periodo en que Aznar decidió dar prioridad a la alianza con Estados Unidos sobre la pertenencia al club europeo y la incomprensión mutua que impregnó la relación política y personal entre Merkel y Zapatero.
Ciertamente, es poco habitual que el canciller alemán haga participar a todos sus ministros en una reunión de trabajo con el jefe del Gobierno de otro país, pero resulta abusivo (como todo lo que sale del aparato de propaganda monclovita) pretender que Pedro Sánchez “ha participado en una reunión del Consejo de Ministros” de ese país, como si fuera uno más de sus componentes. No hay ninguna necesidad de exagerar hasta el ridículo un muy estimable gesto de cortesía para valorar positivamente la reunión. Por otra parte, ni es la primera vez que eso sucede (en mayo, el Gobierno alemán en pleno se reunió en el mismo lugar con las primeras ministras de Suecia y Finlandia tras la decisión de ambos países de ingresar en la OTAN) ni, sospecho, será la última. Más bien parece que el nuevo canciller pretende convertir este tipo de encuentros en una práctica común de su mandato.
Si Sánchez recibiera en Madrid a Scholz acompañado por todos los miembros del Gobierno, sería igualmente un gesto muy explícito de amistad, pero de ninguna forma podría llamarse a esa reunión un Consejo de Ministros, un órgano cuya composición está definida por la ley de forma exclusiva y excluyente. Quizá la diferencia es que el canciller alemán puede exponerse sin riesgo a hacer partícipe a un gobernante extranjero de un debate con su Gobierno de coalición y Sánchez debería tentarse la ropa antes de poner a un extraño a tiro de los Díaz, Garzón, Montero (Irene), Belarra y compañía.
La prolongada alianza de hecho entre Alemania y España se ha desarrollado al margen del alineamiento partidario de los mandatarios respectivos. Suárez y Calvo-Sotelo convivieron con el socialdemócrata Helmut Schmidt. Todo el mandato de Felipe González coincidió con el conservador Helmut Kohl, y la complicidad entre ambos fue proverbial. Aznar coexistió con el socialista Schroeder y tanto Zapatero como Rajoy, con Angela Merkel. Nada de lo sucedido entre España y Alemania durante las últimas cuatro décadas tiene una explicación ideológica. Proclamar ahora el nacimiento de un pretendido “eje socialdemócrata” para el aprovechamiento doméstico del suceso forma parte de la paletización sectaria y estrábica que intoxica fatalmente la política española. Si en la Moncloa residiera un tal Feijóo, probablemente la reunión de Meseberg se habría producido en idénticos términos. De hecho, Sánchez jamás habría conseguido los afamados fondos europeos para España (que parece incapaz de ejecutar) sin la ayuda decisiva de la derechista Merkel para vencer la resistencia de los llamados ‘frugales’, entre los que había varios gobiernos socialdemócratas.
Es del género paleto componer y entonar cánticos de gloria sobre el abrumador prestigio internacional de Sánchez cada vez que este se hace una foto con un par de mandatarios extranjeros o se organiza bien en España un evento internacional. Próximamente, se celebrará en Madrid el congreso de la Internacional Socialista y es probable que el secretario general del PSOE aspire a la presidencia y la consiga. Entonces trompetearán aún con más fuerza los trovadores del oficialismo, omitiendo que Sánchez recibirá el cargo de una organización declinante de un tal Papandreu, líder del hundimiento del Pasok. Y serán de escuchar los espasmos autolaudatorios y el palmeo entusiasta en la galaxia mediática gubernamental cuando a España le toque ejercer la presidencia rotatoria de la Unión en las inmediaciones de las elecciones generales.
No menos paleto es hacer regates a la evidencia, menospreciando por pura pulsión antisanchista el indudable valor político que tiene alimentar una relación que es esencial para España y la oportunidad de un encuentro como este en la coyuntura que padece Europa. Esa coyuntura es más que suficiente para justificar y aplaudir que se dé la máxima consistencia al entendimiento entre España y Alemania dentro de la UE, sin necesidad de escenificar hipérboles de casino provinciano a ambos lados de la trinchera.
Nunca Alemania necesitó tanto a Europa ni España necesitó tanto a Alemania, eso es todo —que es mucho—. Ambos gobiernos lo entienden correctamente y actúan en consecuencia. Parece claro que, en esta emergencia generalizada en todos los frentes —singularmente en el energético—, se está configurando un escenario que contiene una excelente oportunidad para fortalecer la posición de España dentro de la Unión. El abandono del Reino Unido y la inminente toma del poder en Italia por parte de la extrema derecha eurófoba nos hacen subir varios puestos en el escalafón y nos aproximan al núcleo decisorio más que nunca en los últimos tiempos.
Es obligación del Gobierno español, lo dirija quien lo dirija, extraer todas las ventajas posibles de esta situación potencialmente favorable dentro de la calamidad. Si Sánchez lo hace, bien hecho estará. Ahora bien, debe explicar a su vicepresidenta tercera que para subrayar la relación privilegiada con Alemania no es preciso —al revés, resulta muy contraproducente, incluso insensato— tocar las narices a Francia o pretender introducir elementos de discordia en el eje franco-alemán, que siempre fue y continúa siendo la columna vertebral de la Unión Europa. Después de visitar a Scholz y sus ministros, el siguiente paso debería ser sentarse con Macron y clarificar el asunto del Midcat, un proyecto que, con notable miopía, España y Francia abandonaron hace tres años, cuando el gas figuraba en la lista negra de las energías apestosas y apestadas.
El presidente debería explicar también por qué desde que comenzó la invasión de Ucrania han aumentado las compras españolas de gas a Rusia. Ignoro si le hicieron esa pregunta en Meseberg, pero su próxima comparecencia en el Senado sería una buena ocasión para ello.
Poco a poco, vamos cayendo en la cuenta de que la transición energética durará varias décadas, y que esta crisis nos ha pillado a mitad de camino, cuando es demasiado tarde para volver a las viejas energías y demasiado pronto para descansar solo sobre las nuevas. Ni el petróleo es de derechas ni los paneles solares de izquierdas. En este contexto endiablado, repensar colectivamente la cuestión nuclear, sin apriorismos ideológicos, es, como mínimo, un ejercicio que vale la pena intentar.
En cuanto a la fantasía narcisista de ganar unas elecciones en una España empobrecida y encabronada gracias a los fastos internacionales, forma parte del pensamiento mágico al que frecuentemente se abrazan quienes sienten la proximidad del final.