Miquel Escudero-El Correo

El voto en blanco está desacreditado como inútil, porque no ‘ocupa’ escaños ni los deja vacíos. No lo veo así, pues, aunque no sea ideal, es operativo; hace su efecto y obliga a contarlo. Si no votas, no existes y, simplemente, te esfumas. Y si bien no produce representación, el ocasional voto en blanco testimonia un descontento con las diferentes opciones a gobernar. Se dirá que alguna de ellas es la menos mala -siempre en función, claro está, del sistema de referencia en que estés-, y en un momento determinado la puedes escoger. No obstante, lejos de una posible tragedia y cuando la opción considerada ‘menos mala aquí y ahora’ tiene las de ganar ante la ‘mucho peor’, ese votante se siente más libre para expresar en las urnas su preferencia de forma transparente.

El sistema electoral es claramente mejorable; si no se procede a reformarlo y aproximarlo a la realidad social (un hombre, un voto) es a causa de intereses coincidentes de los poderosos, porque les va mejor tal como está funcionando; no importa que sean encarnizados adversarios entre sí. Es el caso del bipartidismo y del poder nacionalista. Y de este laberinto no acertamos a salir. También por esta razón veo necesaria una fuerza política de centro, fronteriza con las hegemónicas que, en España, cual Penélope, está haciéndose y deshaciéndose de forma fatídica. ¿Hasta cuándo?

Hace un tiempo, el escritor Valentí Puig afirmó que «sin buena gente, España no existiría», y que se debe procurar que esta buena gente no pierda las ganas de serlo. A mi parecer, bastaría con desarrollar la autenticidad en el modo de pensar y de decidir, combinando lo espontáneo con lo flexible.