José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Es duro que un huido de la Justicia tenga capacidad para determinar la suerte de la política del país y que un grupo ultranacionalista condicione un cambio en Andalucía que trascendería a España
Escribe Yascha Mounk en su conocido ensayo ‘El pueblo contra la democracia’ (editorial Paidós) que se está produciendo en Estados Unidos —y, por extensión, en los países occidentales— una “desconsolidación de la democracia” (páginas 105 y siguientes) y, como también argumenta Yuval Harari (’21 lecciones para el siglo XXI’, de Editorial Debate), el nacionalismo es una de las palancas del proceso iliberal que parece ir arrebatando, poco a poco, determinados logros de los sistemas democráticos-liberales que creíamos eran irreversibles. De hecho, ambos autores dedican amplios capítulos al renaciente nacionalismo radicalizado que regresa después de que en 1945, tras la II Guerra Mundial, se creyera un fenómeno superado.
La izquierda ha cometido enormes errores que están propiciando la consolidación de los populismos de derecha en USA, Hungría, Austria, Polonia, Italia… porque ha confundido el progresismo con las políticas de identidad, que han quebrado la ciudadanía como un concepto cohesivo y han apostado por lo políticamente correcto estableciendo las pautas de lo que debía decirse y lo que debía callarse y cuáles eran las actitudes democráticas y cuáles no. La derecha democrática, en vez de jugar sus bazas en el terreno de las ideas, ha recurrido mucho más a los sentimientos, obviando políticas de rectificación y permitiendo que réplicas extremistas las fagociten o disminuyan, tras jugar con ellas al apaciguamiento.
Mounk llega a la conclusión de que “los ciudadanos llevan mucho tiempo desilusionados con la política; ahora se sienten, además, impacientes, enfadados, desdeñosos incluso. Los sistemas de partidos parecían estancados desde hacía tiempo; ahora los populismos autoritarios están en auge en todo el mundo, de América a Europa y de Asia a Australia. Era normal que los nuevos partidos fueran recibidos con mayor agrado o desagrado por unos votantes u otros; ahora son legión los electores que están hartos de la democracia liberal misma”.
El populismo independentista catalán es el responsable principal, aunque no el único, de la emergencia de la extrema derecha de Vox
De los primeros depende, no solo la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado que el Consejo de Ministros enviará el viernes al Congreso, sino también la continuidad de la legislatura. Un Gobierno de cambio en la comunidad andaluza, la primera por población en España y la segunda en superficie, está pendiente igualmente de un dificilísimo acuerdo entre Vox (12 escaños) y PP-Ciudadanos, conseguido ayer.
Dos personas manejan la situación desde posiciones marginales y minoritarias: Puigdemont y el secretario general de Vox, Javier Ortega Smith
Hoy por hoy, dos personas —por reduccionista que parezca la afirmación— manejan la situación desde posiciones marginales y minoritarias: el expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont, a través de su vicario Joaquim Torra, y el secretario general de Vox, Javier Ortega Smith, de superiores habilidades a las de Santiago Abascal. Es muy duro reconocer que un huido de la Justicia española tenga tanta capacidad para determinar la suerte de la política española y que un grupo, también clasificable como ultranacionalista, condicione lo que podría ser un proceso de cambio en Andalucía, que, de producirse, trascendería a toda España.
Pero si el ‘statu quo’ es este —España en manos de 29 radicales, dirigidos por extremistas—, se debe no tanto a su poder cuanto a la incapacidad de los demás partidos para ponerse de acuerdo y evitar que nuestro país se añada a la lista de los que ya tienen que convivir con expresiones políticas iliberales y de marchamo populista. En buena medida, esta imposibilidad de acuerdo entre las fuerzas constitucionalistas que hasta ahora vertebraban las mayorías políticas en los países europeos resulta ser la clave de la progresiva “desconsolidación de la democracia” como fenómeno más preocupante y de progresiva extensión occidental.
Bastaría que los partidos centrales decidieran no pactar ni con los ultranacionalistas catalanes (los Presupuestos) ni con los ultranacionalistas españoles (el Gobierno andaluz) para evitar la distorsión del sistema. Sin embargo, nadie da su brazo a torcer, de modo y manera que ERC, PDeCAT (pronto la Crida per la República) y Vox podrían imponer, al menos en parte, sus criterios. La alianza de estos partidos con el hartazgo, el enfado y desdén de grandes sectores sociales (en este caso, de Andalucía y Cataluña) los convierte en indeseables árbitros de las políticas públicas que, en sus manos, son destructivas de la democracia liberal.