Francisco Rosell-El Mundo
En 2008, en una conferencia que pronunció en la Universidad de Bolonia, y que figura en su recopilatorio Construir al enemigo, Umberto Eco detalló un revelador episodio que le sucedió en Nueva York con un taxista paquistaní. Tras mostrar el conductor su sorpresa porque los italianos fueran tan pocos y no hablaran inglés, se interesó por saber quiénes tenían por contrarios. Al percatarse de la cara de conmoción de su pasajero, le aclaró: «Sí, señor, esos que primero nos matan y luego los matamos nosotros o viceversa». Pese a reiterarle que los italianos carecían de vecinos hostiles –de hecho, hacía más de medio siglo de la última guerra–, el chófer perseveró impertérrito: «¿Cómo es posible un pueblo sin enemigos?».
Cuando el escritor se apeó del vehículo y el atónito taxista se perdía por el dédalo neoyorquino en pos de otra carrera, el autor de El nombre de la rosa reparó en lo erróneo de su contestación. Siendo meridianamente cierto que no tenían enemigos, no lo era menos que ello obedecía, pensándoselo mejor, a que no se ponían de acuerdo en quiénes eran éstos al estar siempre en pleito entre sí: Güelfos contra gibelinos, nordistas contra sudistas, fascistas contra partisanos, mafia contra Estado, Gobierno contra Magistratura… Esa particularidad ya precipitó la caída del Imperio romano, abatido por sus luchas intestinas más que por el acoso bárbaro.
…Y eso que al hombre que lo sabía todo o casi todo, al gran humanista, no le concedió la vida –se cumplen ahora dos años de su óbito– asistir al desenlace de las elecciones legislativas del pasado domingo. Todo un espectáculo en el que dos movimientos populistas contrapuestos –La Liga, a la derecha, y el Movimiento 5 Estrellas, a la izquierda– se han calzado la bota italiana. Tal desatino ha hecho del gran país latino el primero de la Unión Europea en la que grupos de este jaez se apoderan del 50% del electorado. Mamma mía!
Este percance agrava su ancestral ingobernabilidad hasta un extremo cuasi irresoluble. Incluso para una nación que es un prodigio de inestabilidad. Ello no empece para que desespere al más pintado. Por eso, más que reformar leyes o sistemas electorales, como acostumbra periódicamente, hay que reformar a sus ciudadanos, en línea con lo anticipado hace más de siglo y medio por el prócer liberal Massimo D’Azeglio: «Los más peligrosos adversarios de Italia son los mismos italianos». Muchos extenderían ese diagnóstico allende las fronteras transalpinas y aquende las españolas.
Es el caso (no único) de Felipe González. En mayo de 2015, cuando parecía estar al alcance de la mano un adelantamiento –sorpasso se decía en la Italia del «compromiso histórico» entre democristianos y comunistas– de Podemos al PSOE, el ex presidente del Gobierno aventuró que España caminaba a marchas forzadas a «un Parlamento a la italiana», pero sin la destreza latina para manejarlo.
Ciertamente, no se ha cumplido la premisa sobre la que asentaba su aseveración, pero quizá sea cuestión de tiempo a tenor de cómo oscila la política española. Basta advertir cómo en el ruedo ibérico se hace realidad la profecía autocumplida de Ennio Flaiano, el guionista preferido del maestro Fellini desde La Strada a La Dolce Vita, cuando pronosticó que, «dentro de 30 años, Italia no será como la hayan hecho sus gobiernos, sino la televisión». En concreto, el imperio mediático de Silvio Berlusconi, quien luego daría el salto a la política, tras mover a conveniencia los hilos del universo catódico.
Nadie podrá negar tal aserto observando cómo ciertos platós televisivos han dejado de ser medios de comunicación para transfigurarse en exclusivos instrumentos de agitación y propaganda en los cuales los periodistas son unos actores más, ajustados a un libreto y a una vestimenta, que supeditan los hechos a conveniencias que pervierten el derecho ciudadano a estar bien informados. En Italia como en España, ello es el corolario de la degradación de una clase dirigente que refrenda el dicho, a la sazón romano, de que «el pescado comienza a pudrirse por la cabeza» para extender su podredumbre hasta la cola.
Aquel vaticinio del perspicaz Flaiano, quien ironizaba con que «la situación italiana es grave, aunque no es seria», resulta pertinente para la España actual, donde los curanderos suplen a los médicos y los políticos son suplantados por antipolíticos, si es que ellos mismos no se travisten en éstos tratando de sostenerse en el machito. El signo distintivo del populismo es acabar con la democracia, pero hay políticos que tratan de seguirles la corriente, como si bailarles el agua fuera una forma atinada de conjurarlos. Al contrario, son arrastrados a un terreno de juego en el que resbalan y se despersonalizan atenidos a las reglas que estos imponen.
En esa tentación parecen haber caído hasta abrazarla, por este orden, PSOE –basta ver el modo en que se ha echado a la calle y como enarbola banderas propias de Podemos– y ahora PP, que comienza a hacer concesiones en ese campo para recuperar los votos que engordan a Ciudadanos desde las elecciones catalanas y contrincante al que achaca valerse de tales armas para poner rumbo a donde marca el viento dominante en cada momento. El PP paga su falta de iniciativa, y más que lo hará en una primavera que se prevé caliente en la calle, pues contrariamente a lo que se supone, y por paradójico que suene, cuanto mejor es la situación más se protesta.
La reciente huelga feminista del 8-M ha sido un escenario en el que este deslizamiento hacia el populismo de variada intensidad se ha hecho especialmente apreciable. Así, un irreconocible Rajoy se ha soltado el pelo enmendando la plana en un gesto de paternalismo inadmisible a su ministra de Agricultura y a la presidenta de la Comunidad de Madrid, por vindicar Tejerina y Cifuentes la igualdad de la mujer por medio de una huelga a la japonesa.
Se colgó hasta el lazo morado en la solapa para subsanar su metedura de pata de las vísperas cuando respondió con titubeos indescifrables a una pregunta de Onda Cero sobre la brecha salarial entre sexos, objeto aparente de la protesta feminista, si bien cada uno ha tratado de llevar el agua a su molino, cuando no pescar en aguas revueltas. Singularmente aquéllos que –para qué engañarse– se valen de la máscara feminista o ecologista para esconder su auténtico rostro totalitario. Su deseo de redimir la humanidad es casi siempre un disfraz de su deseo de mandar sobre ella.
Conviene advertir que la democracia puede desbaratarse, víctima de una cierta «emocracia», término con el que Bertrand Russell avisaba en 1933 sobre lo que estaba ocurriendo en la Alemania de su tiempo y cómo eso podía emerger en cualquier parte, como así acaeció, desatando la II Guerra Mundial. Al fin y al cabo, las emociones son esa fuerza negra, insidiosa, perversa, que puede arrastrar a la humanidad hasta arrancar de cuajo sus sentimientos de supervivencia.
En todo caso, lo que ya es una realidad cierta es que, a medida que España se acerca a Italia, se aleja irremediablemente de soluciones de compromiso a la alemana, donde se acaba de refrendar una Gran Coalición para atajar su ingobernabilidad. A diferencia de una España que, de un tiempo a esta parte, no parece país para pactos, tras servirse de ellos para cimentar el mayor periodo de libertad y de bienestar de su historia, Alemania soslaya escollos y hace sacrificios personales para forjar esos acuerdos nacionales.
Cuando algunos se empeñan en enviar a los padres de la Transición a allí donde habita el cernudiano olvido, conviene no echar en saco roto cómo Azaña, rectificándose a sí mismo y achacando a ello parte del fracaso de aquella República suya sin republicanos, se lamentó de cómo la falta de «asenso común» –no había aparecido aún en el argot político consenso– impidió que se asentara el nuevo régimen como sí permitió, por contra, a Cánovas y Sagasta edificar la monarquía constitucional sobre la base del turno pacífico, y luego al régimen constitucional de 1978.
Desde 1945 en adelante, en las más inextricables encrucijadas, Alemania no rehúye acuerdos de Estado ni gobiernos de coalición. Lo hizo en el bienio 2003-2004 cuando alcanzó un gran pacto para adoptar prevenir la crisis económica en lontananza y preservar así, contra viento y marea, el Estado de Bienestar, frente a quienes estimaban que los ajustes arrumbarían las grandes conquistas sociales. Lejos de ello, se obraron diques de contención contra la recesión como esos polder holandeses que ganan terreno al mar y hacen prosperar a un país sin enormes recursos naturales. …Y así hasta la última renovación de Merkel y Schulz, sin importarles tragarse sus palabras de campaña electoral.
Obviamente, los pactos deben ir encaminados al bien común, no para que el gobernante lleve una vida más cómoda, postergando los asuntos del común. Si sus contenidos no son los adecuados y no atienden al fin primordial, deterioran a ambas partes y complican el funcionamiento del sistema al dejarlo sin alternativa al convertir al principal partido de la oposición en cómplice de una estrategia incapaz de sacar al país del atolladero. Exige, por tanto, lealtad y compromiso firme por ambas partes.
Dicho lo cual, después de ventilar sus diferencias sobre la sostenibilidad de las pensiones fuera del Pacto de Toledo –auspiciado en su momento por el PSOE de González, por cierto– y hacer saltar por los aires el Pacto Educativo, por más que Sánchez haya suscrito el acuerdo para intervenir la autonomía catalana tras el intento de golpe de Estado de octubre para reportarse pátina de hombre de Estado, la única Gran Coalición que alambicará el PSOE es la de todos contra un PP que, sin Presupuestos aún para este año pese a su acuerdo con Cs y PNV, puede verse forzado a acortar la legislatura, lo que supondría un gravoso peaje para la recuperación económica.
Como España no es Alemania, en fin, tampoco habrá Große Koalition (GroKo) entre los hoy dos primeros partidos, pues ello obligaría a repoblar la península e islas de políticos alemanes como Carlos III echó mano de estos colonos para sus fundaciones de Sierra Morena. Algo parecido le dijo un ministro socialdemócrata teutón del primer Gabinete de Gran Coalición con Merkel a González cuando le refirió lo bueno que sería también para España a la hora de afrontar la crisis financiera, a lo que su interlocutor le contestó: «Eso en España es imposible». Al insistirle y querer indagar el por qué, el ministro fue concluyente: «Porque en España no hay alemanes».
Aquel ministro amigo de González, quien tanto le debe a los socialdemócratas alemanes, al igual que la democracia española en su conjunto, parecía conocer mejor la idiosincrasia de ambos pueblos. Algo, por lo demás, que no le pasó desapercibido a Julio Camba, cuando fue corresponsal en Berlín en los días inconscientemente felices de la preguerra europea. Así, ironizaba sobre el contraste entre aquel país donde no había alemanes, sino Alemania, y un pequeño país como España de supuestos grandes hombres. De momento, a éstos no se les ve por parte alguna, empeñados en hacer realidad el viejo adagio italiano: «En lo peor no hay final».
En esas condiciones, para qué buscar fuera los enemigos que alberga dentro, como esa Italia de Eco que sumió en la perplejidad a su taxista paquistaní de Nueva York.