- Todo se ha llenado de coñas del medievo. Hay una felicidad como desajustada. Una felicidad como de tara mental. Yo les invito a todos a dejar la oposición y dedicarse al pastoreo.
Un apagón de diez horas es un dulcecito que la autoparodia cañí no iba a desaprovechar.
La charca duerme despierta.
Su oficio es el lugar común y en él trabaja infatigablemente. Ya puede estar la peña quedándose colgada en ascensores o sin noticias de sus familiares desde hace horas, ya puede una señora estar quemándose viva por una vela nocturna, que la charca anda cocinando alguna paletada chispeante, alguna exhibición de las suyas.
Esto es un deber español, un temperamento. Cualquier eventualidad será de inmediato rebozada en el tópico y la gracia se irá de madre con alguna broma que nace vieja. «¿Puedo dejar ya de vivir días históricos, por favor?». Jajá. Esta no nos la sabíamos. Todos nuestros chicos son especiales y están llenos de ocurrencias.
Cuando te quieres dar cuenta, está todo dios en la francachela y tú aún no sabes cómo llegar del trabajo hasta tu casa bajo el solano. Esa es una grandeza muy nuestra que torna enseguida en bochorno, porque aquí no tenemos término medio.
Ayer se fue la luz y se hizo la fiesta.
La calle era una jungla de tópicos, un rosario de ideas presuntamente creativas pero pestilentes. «Yo te digo una cosa: nos venía muy bien parar», dice un paisano que no agacha el lomo desde que era chico.
«Yo lo que creo es que estamos engorilaos con los móviles y nos hace falta recuperar el trato de tú a tú, el mirarnos a la cara», dice una notas que va por la sexta cerveza en el bar de abajo y no sabe ni dónde tiene la nariz.
Está claro que nunca hemos tenido muchas ganas de currar. Como dice mi amigo Curro, estamos mal de la vista: no nos vemos trabajando.
Te metías en internet cuando le daba la ventolera de funcionar y te encontrabas con apologías infantiloides del primitivismo. ¿Y lo bonitos que son los transistores, coño?
¿Y lo que echábamos de menos el efectivo?
¿Por qué no nos marcamos unos cánticos futboleros cuando una farola guiña?
¿Y lo salás que son las vecinas sacando las sillas a la fresca para entregarse al palique?
¿Qué más da que el tren se nos quede parado en mitad de una campiña sin nombre? Montamos una coreografía para TikTok y a volar.
«La radio siempre acompaña». «Vivamos por un día como viven nuestros mayores». «Ellos tienen enseñanzas poderosas». «Sonriamos. Charlemos. Pasemos la tarde al sol».
Lo pillamos. Sois más flojos que una cortina.
Hay quien cuenta dramas y te los restriega: «Pues yo llevo dos crisis económicas, una pandemia mundial, una Dana, una Filomena, un apagón». Esto es el hipódromo de los traumatizados que buscan casito.
A este lado hemos sido siempre de matar moscas a cañonazos y de pedirle al enemigo que se espere un poco para invadir, hombre, que estamos en la hora de la siesta, como advertía Gila.
Los resortes del esperpento se ponen enseguida en marcha en este hermoso país ineficiente. Nos va la bobería regurgitante de nuestros secundarios de lujo. Siempre hay una aristócrata guapa y magufa como Pitita para recordarnos que «a mucha gente no le conviene que llegue el Apocalipsis», siempre hay un hippie con flauta travesera para suplicarle clemencia a la pachamama, siempre hay (y esto es lo peor) un cantautor con guitarra que amenaza con bajar a la plaza a «alegrar el barrio».
«Hay que recuperar el contacto con la naturaleza», espeta uno. «No sabemos lo que tenemos», lamenta otro. «¡La Cañada Real!», grita un tercero. «¿Y Gaza, qué?», te escupe a la cara un cuarto.
Lo romantizamos todo que da gusto vernos. Nos puede el lerele, el mamarracheo, el análisis de brocha gorda, el karaoke improvisado sin venir a cuento, la verbena del tercermundismo. Nos repetimos más que el ajo. «Qué frágiles somos». Es verdad. Y también es verdad que hay mucho friki suelto.
«Qué avinagrada estás, hija», me suelta uno hoy al verme mosca por la reacción popular. «El vinagre limpia», le he contestado yo.
No me importa ser la aguafiestas de guardia ante un panorama deformado y grotesco.
«¿Qué tal, guapa? ¿Superaste el apagón? Te aviso de que yo no soy corriente, jijí», me bromea hoy por Instagram un buitrecillo. Me he quedado picueta. Pero bueno, ¿tú te crees que estos son los piropos lumínicos que vamos a tener que aguantar a partir de ahora?
Todo se ha llenado de coñas del medievo. Hay una felicidad como desajustada. Una felicidad como de tara mental. Yo les invito a todos a dejar la oposición y dedicarse al pastoreo. Son como niños cuando nieva mucho y les dicen a sus papás que si no van a clase, que es peligroso.
Detecto la intersección en la que se unen la bloguera cursi y el cuñado, el Peter Pan que no da un palo al agua y el filósofo de Hacendado. Es esta. Es justo aquí. Este es su guateque. Teorizar vagamente sobre el escándalo de un país del primer mundo parado durante horas.
Yo me acordaba de sus ancestros mientras subía ocho pisos a oscuras hasta llegar a mi kelly, palpando las escaleras con los dedos como la columna vertebral de un gigante. Se me había metido un mosquito en el ojo mientras atravesaba sudando el Parque del Oeste, cargada de ordenador y libros, y fui a morir a mi casa como un auténtico cíclope mientras en Olavide la gente ya iba como de after.
Tuve pensamientos criminales mientras me echaba un refresco con los dos últimos hielos de ni nevera y encendía una vela ridícula como la más desgraciada de Los Bridgerton.
Me avergonzó la parodia mediterránea, siendo yo una histórica hedonista. Vivir para ver. El gregarismo chalado transforma a cualquiera.
Ha pasado más de un día y seguimos sin explicaciones gubernamentales serias.
Pensé en Umbral cuando decía: «Qué triste le pone siempre a uno la alegría de los tontos, en el manicomio como en el fútbol o en la tele». Ya lo avisó Rafael Sánchez Ferlosio en su profecía poética y autocumplida: «Vendrán más años malos y nos harán más ciegos».
El tuerto será el rey. Vamos a por el récord.