Luis Ventoso-ABC

  • Esas caravanas representan la resistencia frente a una ideología avasalladora

Era agradable pasear el domingo a la mañana por el centro de Madrid. Aunque el día arrancó neblinoso, la ciudad lucía como un cuadro recién pintado por un artista elegante, tipo Tiepolo. Solo rompía la calma dominical un estridente sonido de cláxones. Siendo francos, ¡una bronca del carajo! Pero en este caso el ruido resultaba bienvenido. Era como una bocanada de oxígeno. Era la queja de la mitad ignorada de España. Personas que no están dispuestas a aborregarse y doblar la testuz ante el autodenominado «progresismo», una ideología respetable y legítima, pero que está cometiendo el error autoritario de intentar imponerse como la única admisible.

Una larguísima caravana de coches contra la «ley Celaá» recorría la Castellana arriba y abajo. Otro tanto sucedía en medio centenar de ciudades más. Las familias agitaban banderolas naranjas contra la norma y también alguna bandera española, en defensa del idioma oficial que esa ley margina al dictado del partido de Junqueras. Pedían lo más elemental: «libertad». No reclamaban nada excéntrico ni radical, solo poder elegir en qué tipo de colegio van a educar a sus hijos.

A la misma hora en que media España protestaba contra el rodillo de esa ley, la persona que le da nombre, Isabel Celaá Diéguez, les replicaba en una rueda de prensa en Ferraz. La ministra, con rictus enfurruñado, no solo evitaba el más mínimo atisbo de autocrítica, sino que además ponía a parir a los manifestantes, presentándolos como «la derecha que prostituye el verdadero sentido de la palabra libertad». Una vez más, el talante tolerante del Gobierno «progresista» para todas y todos… Isabel Celaá, de 72 años, hija de la mejor burguesía bilbaína, estudió en un colegio católico, el Sagrado Corazón, y más tarde en Deusto, la excelente universidad de los jesuitas. Cuando hubo de elegir la formación de sus hijas, la ardorosa defensora de la escuela pública eligió, por supuesto, el mejor colegio de monjas de Vizcaya. Y es que en realidad todo este conflicto no va de educación. Nuestros actuales gobernantes saben perfectamente que la formación de los centros católicos es probablemente la mejor. Entonces, ¿de qué va esta reforma, acelerada en plena pandemia? Pues va de arrinconar la manera de ver el mundo que preconiza el catolicismo, porque nuestros gobernantes consideran que el peso que todavía conservan en España la Iglesia y sus valores judeocristianos supone el último dique para el imperio absoluto del «progresismo». Por eso hay que ir a por «los colegios de curas», repitiendo ochenta años después la aciaga obsesión anticlerical de la izquierda española en los días de la muy idealizada II República (que en realidad fue un desastre).

En España asistimos a una ofensiva doctrinaria para imponer un igualitarismo de izquierdas revanchista, antiliberal y anticlerical. Por eso toca aplaudir a todos esos anónimos que se atreven a salir a la calle para levantar la bandera de lo que el gran Orwell llamaría «La rebelión en la granja».