Rubén Amón-El Confidencial
- La crisis en carne viva con Aragonès y la implosión polifacética de la coalición de investidura —todos contra todos— malogran el engendro político contra natura que había parido Sánchez en 2020
Las costuras de la coalición Frankenstein se han descosido como las ‘cremalleras’ de un odre corrompido. Y no hay manera de volverlas a coser, porque el engendro político que Pedro Sánchez parió en enero de 2020 se resiente de un fallo multiorgánico. Frankenstein ha muerto. Y no prosperan los intentos de reanimación pese a los esfuerzos demiúrgicos del líder socialista. La criatura se descompone como una marioneta sin hilos.
Los esfuerzos por reconstruirla únicamente reflejan la agonía de la legislatura, no ya víctima del pecado original que se urdió en la almohada de Sánchez —»no dormiría tranquilo si tuviera que pactar con Iglesias»—, sino expresión de una convivencia insoportable y polifacética.
No podía prosperar demasiado tiempo un organismo político concebido contra natura
La ruptura de Podemos con el ala socialista del Gobierno es tan elocuente como la batalla entre los ministros Bolaños y Robles, cuya cabeza forma parte de la factura que los soberanistas exigen al presidente socialista, sin olvidar las desavenencias que Yolanda Díaz mantiene con las ministras moradas, con su padrino (Iglesias) y con el propio Pedro Sánchez.
Estaba condenado a muerte el monstruo de Frankenstein en la fantasía prometeica de su creador. Y no podía prosperar demasiado tiempo un organismo político concebido contra natura. De otro modo, no se hubieran precipitado todos los celos y recelos que traslada el caso Pegasus. Empezando por la campaña de espionaje a Pere Aragonès. Y por la fractura estructural que consume la legislatura en la mesa de los trileros.
Tanto desconfiaba Sánchez de sus aliados, que se dedicó a intervenir sus teléfonos. Y tanto los necesitaba al mismo tiempo, que perseveró en una temeraria estrategia de fingimiento. El problema no es que haya engañado a sus compadres. El problema es el precio político e institucional que los vínculos perversos han provocado a la estabilidad y credibilidad del Estado, comenzando por la naturalidad con que ha pretendido instalarse la anomalía de Bildu y el descaro intrusivo con que se concedieron los indultos.
El monstruo de Frankenstein ya estaba muerto cuando el doctor Sánchez pretendió darle vida, aunque los impulsos eléctricos y los aspavientos desordenados le concedían una apariencia de vitalidad. Es más, el estado de excepción que caracteriza la legislatura —del coronavirus a la guerra de Ucrania— ha permitido a Sánchez una suerte de reinado metafísico.
Se explica así mejor el contratiempo y el contrapeso de la reyerta. Un ajuste de cuentas tarantiniano que expone el descontrol del monstruo de Frankenstein. Y que implica un castigo ejemplar a las aberraciones del doctor Sánchez. Porque ha desventrado la identidad y la idiosincrasia del PSOE; ha jibarizado a los ‘aliados’ de Unidas Podemos; ha toreado a los camaradas del soberanismo, y ha neutralizado la alternativa de Yolanda Díaz.
Ni siquiera ha sido capaz de inculcar la convivencia entre los ministros cabales. La etiqueta independiente que caracteriza a Marlaska y a Robles nunca ha agradado al linaje puro de Ferraz. Y ha terminado engendrando una disputa interna y externa que convierte el Consejo de Ministros en una organización incendiaria y en la expresión inequívoca de la agonía.
La inercia de ciclo electoral se añade a la irrupción de Feijóo, a la crisis económica y a la implosión sanguinolenta de la coalición
Cuesta trabajo creer que vayan a funcionarle los cataplasmas. Ninguno tan evidente como el que supone hacer creer a Pere Aragonès que el CNI lo investigó por su cuenta bajo la prescripción del Tribunal Supremo.
La versión se antoja oportunista y fantasiosa —el CNI es una terminal del poder ejecutivo y se debe al Ministerio de Defensa—, pero también ilustrativa del cinismo con que Sánchez subordina la credibilidad del Estado, desprestigiando a la vez los servicios de Inteligencia y a los jueces ‘supremos’. El presidente socialista se adhiere a una conspiración que aspira a conmover la credulidad de Aragonès, acaso entregándole en una bandeja de Ikea la cabeza de Paz Esteban. Y prometiéndole la reanimación de la mesa bilateral, esta vez sin micrófonos, floreros ni maniobras de crupier. Porque Sánchez no tiene principios, ya lo sabemos.
Pero empieza a tener finales. Y a resignarse al suyo, consciente de que las urnas van a ajusticiar a Frankenstein en los extremos de una coyuntura letal: la inercia de ciclo electoral (de Madrid a Andalucía) se añade a la irrupción de Feijóo, a la severidad de la crisis económica y a la implosión sanguinolenta de la coalición de investidura. La única razón por la que todavía perdura —difunta y apuntalada— consiste en un siniestro pacto de conveniencia. Peor que seguir juntos sería romper, aunque la precariedad del planteamiento justifica en sí misma que el monstruo Frankenstein deambule como un fantasma y le pida explicaciones a su creador.