José Antonio Zarzalejos, EL CONFIDENCIAL, 2/7/11
No es nuevo. En realidad las tensiones segregacionistas en España tienen data antigua. Los nacionalistas catalanes se remontan a los Decretos de Nueva Planta de Felipe V en 1714 y los vascos a la abolición foral tras la última Guerra Carlista, en 1876. Pero la conformación moderna de fuerzas políticas articuladas en torno a postulados nacionalistas con un fuerte componente de independentismo se produjo a finales del siglo XIX y principios del XX. Y coincidió con el momento histórico más pesimista de la historia de España, cuando nuestro país perdió la condición de potencia colonial residual y la sociedad española se escalofrío con el derrotismo noventayochista. Es en esa época cuando en el País Vasco y en Cataluña, desde postulados muy diferentes y sobre bases históricas y culturales distintas, se crea un sentimiento de desprendimiento de la identidad española y una afirmación correlativa de la vasca y catalana. España era entonces un proyecto fracasado y las burguesías de Barcelona y Bilbao -insisto, desde perspectivas muy distintas- descreyeron en que España (concepto asimilado a Castilla y a un polisémico Madrid) pudiese llegar a constituir un proyecto exitoso de futuro.
Ahora estamos en un hondón de la historia de España, en plena crisis económica, con un disenso a veces sustancial que ha sustituido al consenso de la transición, con la Constitución cuestionada y con un transversal sentimiento de fracaso colectivo. El caldo de cultivo habitual en el que rebrotan las fuerzas segregacionistas que tensionan la convivencia común. No creo que sea riguroso introducir en un mismo análisis Cataluña y el País Vasco. El nacionalismo catalán -salvo la insensata declaración unilateral y momentánea de la independencia en 1934- dispone de una base cultural y lingüística que le proporciona una racionalidad y un pragmatismo político que se echa en falta en el vasco. Éste, inicialmente del PNV y, a partir de los años sesenta del siglo pasado también de ETA y la izquierda abertzale, es visceral y reactivo, producto de la frustración de las guerras civiles del siglo XIX y sustituye los fundamentos culturales, lingüísticos e institucionales del catalán por un recurso permanente a la mitología y se adhiere a un discurso fundacional étnico y aislacionista.
Además el nacionalismo catalán no ha generado expresiones violentas -se encargó de yugular el brote de Terra Lluire-, cosa que no ocurre con el vasco porque es del propio PNV, del que surge ETA. Los nacionalistas en Cataluña se integran en la transversalidad del catalanismo, un paraguas en el que conviven en buena avenencia visiones diversas de Cataluña y de su relación con el resto de España. Por el contrario, el nacionalismo vasco no deja lugar a un vasquismo amplio que permita una militancia en la doble identidad, vasca y española. Tampoco ha sido posible en el País Vasco consolidar un foralismo que aúne identidades compartidas pero identificadas todas en la defensa de la idiosincrasia de la comunidad.
Con estas breves pinceladas trato de subrayar que la encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat de Cataluña, publicada el jueves pasado y según la cual un 43% de los catalanes votarían por la independencia en un hipotético referéndum, nada tiene que ver con el recital que ofrece estos días Bildu -retirada de la bandera española y del retrato del Rey, afirmación de la independencia para resolver el supuesto “conflicto” entre el Estado y la banda terrorista ETA-, ni con los amagos peneuvistas como los del lehendakari Ibarretxe, que llegó a proponer en 2005 la Comunidad Libre Asociada de Euskadi en el mismísimo Congreso de los Diputados.
Derecho a decidir de contenido financiero
Los datos catalanes delatan que hay un malestar extenso que se concreta en la reivindicación de un derecho a decidir fundamentalmente financiero que estaría apoyando la propuesta del Gobierno de CiU para obtener del Estado un Pacto Fiscal similar al Concierto de los territorios vascos y al Convenio de Navarra. Los resultados de la encuesta de CEO de la Generalitat son relevantes, pero no anulan sondeos tan serios como los realizados en 2010 (Pulso de España. Un estudio sociológico) sobre 5.000 encuestados que concilian mayoritariamente las identidades inmediatas y mediatas. Así la mayoría de los consultados en Cataluña (48%) se siente tan catalana como española; lo mismo que en el País Vasco, porque el 46% de los consultados asume su doble condición vasca y española (página 151 del estudio). Como escribe el profesor Toharia, coordinador del análisis, no existe una colisión de identidades (lo que el profesor Linz denominaba “nacionalismos excluyentes”) en la mayoría de los ciudadanos en ambas comunidades. En las dos se produce también un apoyo expreso, e igualmente mayoritario, tanto el Estado autonómico como al federal, y sólo residual al centralizado, lo mismo que a la independencia pura y dura.
Aunque hay estadísticas y encuestas para todos los gustos, en lo esencial coinciden todas: no hay una demanda independentista mayoritaria clara y terminante ni en el País Vasco ni en Cataluña. Pero sí, desde luego, una intensidad identitaria -que dispone de elementos de explicación cultural y lingüística poco discutibles- que implica la consciencia de que la cohesión territorial y social en España es uno de los asuntos políticos que deben manejarse con más equilibrio y sentido de la proporción. Los nacionalismos -el catalán o el vasco, aunque ambos sean tan diferentes- nunca van a mutar en regionalismos porque su razón de ser reside en la reivindicación que mantenga enhiestas las razones de identidad de sus respectivas comunidades frente a factores de homogeneización cada día más potentes.
El estado de postración o de reactivación del independentismo está directamente relacionado con la situación general de España -ahora rigurosamente mala en lo económico y en lo socio-político- y con la capacidad política de acompañar con reformas y decisiones de distinta naturaleza los desarrollos de los autogobiernos vasco y catalán, siempre dentro de los límites constitucionales que son muy precisos y nítidos. Si el Estado -llámese el sistema- comete errores (por ejemplo, el de reintroducir a la izquierda abertzale en las instituciones) o no se atiene a sus propios condicionantes dogmáticos (caso de determinados aspectos contenidos en el enmendado Estatuto de Cataluña), se incrementará la energía independentista. Si a esos errores generados por un mal funcionamiento del sistema, esencialmente del Gobierno y de la jurisdicción de garantías constitucionales, se añade una situación de recesión que azota Cataluña con especial dureza, los pronunciamientos radicalizados de los ciudadanos aumentarán en las encuestas.
Se produce, en consecuencia, un efecto de vasos comunicantes: cuando España va mal, se reactivan las tensiones segregacionistas; y a la inversa. Esta ciclotimia en la cohesión española es una constante de nuestra historia.La mejor receta para la trabazón de las comunidades de España y, singularmente, de Cataluña con el conjunto (el problema del País Vasco tiene un componente antidemocrático intolerable) consiste en un solvente y sólido Gobierno central que no desista de la interlocución con la Generalitat en la conciencia de que de esta coyuntura salimos todos o no sale nadie. Lo que nos remite a un concepto clave que es el de la solidaridad, cuyo contenido exige una permanente reciprocidad. O en otras palabras, partir de la diferencia para encontrar los elementos comunes. Así nadie romperá la baraja que es de lo que se trata. Porque si a un país como España se le añade a la dolencia de la crisis económico-social y política, otra complementaria y superpuesta de tensión segregacionista desde Cataluña y, en modo distinto, desde el País Vasco, esta tesitura no tiene solución. Ni para unos, ni para otros. Esto es, ni para los españoles que así se sienten y ni para aquellos otros que siéndolo no perciben emocionalmente esa identidad.
Claro que para lograr ese equilibrio debemos disponer de lo que ahora no tenemos: un Estado eficaz y solvente, cuya carencia ha sido desde los tiempos modernos el grandísimo problema de España.
José Antonio Zarzalejos, EL CONFIDENCIAL, 2/7/11