JOSU DE MIGUEL-EL MUNDO
El autor alerta sobre las consecuencias que para la democracia tiene el maridaje entre las instituciones del Estado y la televisión, que han convertido la política en un plató en el que los focos ciegan cualquier posibilidad de consenso.
Suele decirse que la audiencia televisiva está atravesada por la variable edad. Y es verdad. Son los mayores de 50 años los que más momentos pasan delante de la caja tonta. No estoy seguro, sin embargo, que esta sea una cuestión generacional. Me explico: hay quienes señalan que los más jóvenes sustituirán la tele por las redes sociales y otros modelos a la carta. Sin embargo, las redes también cuentan con franjas de edad que muestran gran capacidad sustitutiva, pues mientras los cuarentones estamos anclados en el Facebook y los treintañeros en Twitter, de ahí para abajo Instagram parece ser la red ganadora. Así las cosas, no extraña que, ante tanta fragmentación de formatos, los encuestados del CIS de abril declararan en un 84% que su medio favorito para informarse sobre política sea la televisión.
Esta preferencia se ve reflejada, según mi parecer, en el notable aumento de audiencias que el medio ha ido apuntándose, con algunos paréntesis, desde prácticamente 2007. Dicho crecimiento se debió a la digitalización de la señal y a la multiplicación de la oferta televisiva. La Ley General Audiovisual de 2010 vino a incorporar el consenso europeo en la materia (Directiva 2007/65/CE), que establecía la necesidad de garantizar el pluralismo desde el punto de vista social, cultural, lingüístico y, sobre todo, político. Para finales de la década, el Gobierno de Zapatero ya había culminado un proceso comenzado por el de Aznar en el año 2000, que implicaba recomponer la vieja televisión analógica en un servicio público de interés general con importantes limitaciones para los particulares que lo prestaban.
Que aquél proceso ha fracasado desde el punto de vista de la alfabetización mediática, asunto de vital importancia dada la invasividad de la televisión en la formación de la voluntad individual, pocos lo dudan: el fiasco de la autorregulación prevista en la propia Ley para los operadores privados o la disolución del Consejo Audiovisual Estatal en la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, así lo demuestran. Que sin embargo ha tenido éxito en su intención de repartir canales teniendo en cuenta los clivajes ideológicos de la sociedad, me parece indudable. Diríamos que en España la televisión multicanal ha traído consigo la democracia multipartidista. Aunque la bondad de esta transformación es opinable, está por hacerse un análisis serio sobre cómo la división y el reparto del mercado político entre empresas televisivas ha repercutido en la aparición de nuevas fuerzas que ya ocupan casi todo el espectro parlamentario en términos programáticos. Pero más allá de esta cuestión heurística, en mi opinión nos debería preocupar cómo la comunicación audiovisual actual afecta al correcto funcionamiento del sistema político en términos de eficacia.
Y es que, aunque hay diferencias entre lo público y lo privado, entre lo estatal y lo autonómico, en temas de interés general las televisiones se están hace tiempo guiando por criterios propios de un espectáculo que ha dejado atrás la noción de periodismo analítico y objetivo. Los programas de televisión aspiran por primera vez a retrasmitir en vivo los acontecimientos políticos más importantes. Lo hacen de la misma forma que un tablero deportivo un sábado o un domingo por la tarde. Nada ejemplifica mejor esta afirmación que el paroxismo comunicativo alcanzado durante la fallida investidura de Sánchez el pasado mes de julio: durante cinco días tuvimos un auténtico estado de excepción televisivo que, con la ayuda de las redes sociales, permitió seguir al minuto los giros inesperados de las negociaciones para formar un futuro gobierno.
Cuando Pablo Iglesias dijo aquello de que se acababa «la política de los reservados», no imaginábamos que la alternativa sería una videocracia con un guión que parece mezclar a partes iguales el drama, la comedia e incluso la ciencia ficción. Estas semanas atrás el guión nos remitía a la imposición de un relato sobre quién es el culpable de que en España no tengamos gobierno. Este relato se ha desplegado en los distintos canales a través de telediarios cada vez más ideologizados, espacios de seguimiento en directo al servicio de los asesores de comunicación de los partidos y unas tertulias que constituyen el paradigma del momento histórico que padecemos: polarización, conflicto y activismo como vectores de una campaña electoral eterna que el telespectador puede seguir con unas palomitas desde el sofá de su casa.
Hace ya casi 20 años que el gran politólogo Giovanni Sartori teorizó la conversión del homo sapiens en homo videns. Dicha conversión vendría provocada por la sustitución de la palabra por la imagen, lo que conduciría a un progresivo empobrecimiento cultural que afectaría al ser humano desde su niñez hasta su transformación en adulto. La proliferación de pantallas y la colonización digital de la vida no hace más que reforzar este sombrío panorama. En lo político, el autor italiano profetizaba además una crisis democrática porque la televisión impedía la conformación de una masa crítica de ciudadanos informados que pudiera ejercer correctamente la soberanía haciendo uso de los recursos que le ofrecía la antigua opinión pública. Lo que probablemente no imaginó Sartori es que las instituciones y los órganos del Estado podrían convertirse finalmente en una especie de plató en el que los focos cegarían cualquier posibilidad de consenso entre partidos: porque una cosa es la teatralización de la política y otra muy distinta su agotamiento comunicativo.
ESTE AGOTAMIENTO ya se ha cobrado su factura: se repiten las elecciones sin posibilidad de gobiernos estables desde 2016. Si ello es así se debe a que la televisión y la imagen nos han permitido ingresar en la tierra prometida de la transparencia. Soy de los que piensa, sin embargo, que la democracia representativa y la política como fenómenos de medicación entre el poder y el ciudadano, necesitan un grado razonable de penumbra para funcionar correctamente. Ver cómo los enviados por los grupos parlamentarios a las consultas con el Rey corren inmediatamente a los programas de radio y televisión para contar su conversación con el monarca me causa perplejidad. Pero este es solo un ejemplo banal de un maridaje entre política y televisión que puede poner en peligro la realización de proyectos de mayor envergadura que la investidura: la negociación de una reforma constitucional o los acuerdos de Estado en torno a materias sensibles como la educación, la inmigración o la financiación autonómica.
Está por ver si el bloqueo institucional y las audiencias podrán seguir retroalimentándose. El consumidor puede terminar cansándose del espectáculo. Ahora bien, sin ánimo de profetizar, tampoco hay que descartar la posibilidad de que el hiperliderazgo partidista y carismático ponga encima de la mesa el proyecto de la videocracia a largo plazo: constitucionalizar el presidencialismo para terminar de adecuar el sistema político a la infraestructura comunicativa.
Josu de Miguel Bárcena es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Cantabria.