Florentino Portero-El Debate
  • Si para derrotar a un gobierno como el que hoy seguimos padeciendo, con todo lo que sabemos y todo lo que suponemos que ha hecho, es necesaria una acción ante los tribunales, es que la sociedad española ha perdido en las últimas dos décadas los resortes básicos para poder vivir en democracia

El cúmulo de escándalos que asolan al Partido Socialista está generando un cierto optimismo en la sociedad española. Parece que ahora sí, ya definitivamente, se acerca el momento en el que este gobierno se convertirá sólo en uno de los episodios más lamentables de la historia de España. Se ha violado la Constitución, encerrado a la ciudadanía en sus casas, se ha asaltado la Administración Pública y se han alcanzado cotas de corrupción que escandalizan hasta a una sociedad tan corrupta como la nuestra. Y todo ello con una «tropa», permítanme el homenaje a Romanones, de una vulgaridad, incompetencia y osadía sin precedente entre nosotros.

A mí me preocupa ese optimismo y no solo porque pueda ignorar la capacidad de resistencia de la «tropa» en cuestión, que, libre de todo pudor, está dispuesta a agarrarse al poder para dificultar las investigaciones y utilizar a cuerpos superiores de la Administración para defenderse, todo ello financiado por el contribuyente. Yo tampoco creo que Sánchez pueda agotar la legislatura, pero pienso que el problema de fondo va más allá y es más grave.

Si para derrotar a un gobierno como el que hoy seguimos padeciendo, con todo lo que sabemos y todo lo que suponemos que ha hecho, es necesaria una acción ante los tribunales, es que la sociedad española ha perdido en las últimas dos décadas los resortes básicos para poder vivir en democracia. Más allá de los graves errores que el Partido Popular cometió en las últimas elecciones generales, es incomprensible que una sociedad madura hiciera posible la renovación de la mayoría parlamentaria. No es sólo una cuestión delictiva, es, sobre todo, la quiebra del marco constitucional, de los acuerdos básicos a los que llegamos para garantizar nuestra convivencia.

Como resultado de una combinación entre cinismo y egoísmo, una buena parte de la sociedad española ha acabado aceptando esta sistemática vulneración, confiando en que el resultado sea positivo para sus intereses particulares. En el fondo, para muchos de nuestros conciudadanos el régimen político de 1978 ya está muerto, por lo que no tiene ningún interés en tratar de mantenerlo en pie.

La Revolución Tecnológica en la que estamos metidos, nos guste o no, exige de nosotros una adaptación a todos los niveles: individual, familiar, social, estatal y europeo. El Viejo Continente se debate ante el conjunto de retos y amenazas que le rodean. También en este entorno, donde se decide mucho de lo más relevante para nuestra vida, el gobierno ha adoptado, y continúa haciéndolo, políticas y medidas contrarias a los valores constitucionales y europeístas. Es difícil imaginar que la Internacional Socialista se financie con dinero bolivariano y con el robo al contribuyente español, y eso es algo que está en estas fechas valorándose en nuestros tribunales. Cuesta creer que el renovado programa de la izquierda antidemocrática hispanoamericana, trufada por el narcotráfico, sea el eje rector de la política de nuestros socialistas, dentro y fuera de nuestras fronteras. Resulta inaudito que, ante la penetración de los productos chinos en el mercado europeo, se conviertan en el embajador de Pekín en Europa. Y ello a pesar de que desde Bruselas se alerte sobre el dumping y las condiciones laborales de origen y de que todos seamos conscientes del daño que se va a infligir a nuestras empresas y los puestos de trabajo que se van a perder. Todavía seguimos perplejos ante la exhibición de antisemitismo, condenando a Israel por responder a un ataque islamista, a pesar de contar con la comprensión del bloque árabe en su reacción.

Si una parte considerable de la ciudadanía española no es capaz de reaccionar ante este conjunto de hechos, contrarios a los fundamentos de nuestro sistema de convivencia, dará igual que el Gobierno de Sánchez acabe cayendo, antes o después del verano, porque la amenaza más importante no proviene de una organización delictiva escapada de una película de Torrente, sino de una sociedad que no valora la herencia que recibió de la generación precedente, un sistema de convivencia asentado sobre un Estado de derecho y sobre el reconocimiento de la dignidad individual.