ABC-IGNACIO CAMACHO

La cruzada de la izquierda contra la falta de ejemplaridad ajena ha desembocado en una monumental impostura ética

DE entre toda la colección de mentiras que acorralan a la ministra de Justicia, cada vez más enredada en la justificación de sus oprobiosos audios, hay en sus torpes argumentos de descargo uno que merece ser escuchado. Se trata del carácter privado de la conversación motivo del escándalo. Nadie, salvo que sea monje zen o fraile enclaustrado, resiste la transcripción de una charla celebrada en ese ámbito de confianza en el que uno se siente a salvo. Pero en este asunto, como en otros tantos, el Gobierno está atascado ante el listón de exigencia que levantó desde la oposición para acorralar a sus adversarios. De los pretextos tantas veces arbitrarios que utilizó para pedir dimisiones con veredictos de culpabilidad anticipados. De la ferocidad con que azuzó contra sus predecesores a la jauría de escraches callejeros, cibernéticos y mediáticos. Todo valía entonces: los ataques personales, los linchamientos temerarios, el escrutinio inclemente de cualquier desliz lejano. Y ahora que las tornas del poder han cambiado no cabe sorprenderse de que los antiguos sembradores de sospecha se llenen de barro en el campo que ellos mismos habían enfangado.

El aire de superioridad moral de la izquierda ha acabado por convertirse en su gran problema. Su proclamada pretensión de ejemplaridad anula ahora cualquier legítima protesta. Es de sí misma de quien habría que defenderla; de sus propias premisas de inflexibilidad acérrima, del fuego inquisitorial de sus hogueras, como ocurrió en el caso del chalé de Pablo Iglesias, experto en lanzar siempre la primera piedra. (¿O ya no se acuerda de aquel chat, también privado, sobre los azotes a Mariló Montero, o de Errejón y su beca?) Resulta difícil de creer que en su cruzada contra la falta de integridad ajena, en su adanismo refundacional, en sus reclamaciones universales de limpieza, esta gente llegase a olvidar la posibilidad de que su requisitoria de transparencia se convirtiese en un bumerán rebotado sobre sus propias cabezas. Que su intransigente paradigma de decencia acabase, en un natural proceso de ida y vuelta, sirviendo para revelar una monumental impostura ética.

El presidente sabe que no podría encajar una tercera baja en su equipo y sostendrá a Delgado hasta que le hagan «un Cifuentes» sacándole otra cinta u otro vídeo. También en eso ha asumido el manual de resistencia que antes le parecía un hábito desaprensivo. Cuánto habría durado un ministro de derechas que pronunciase esos comentarios despectivos sobre la homosexualidad o el feminismo. Pero los espejos del poder están construidos con un azogue de autocomplacencia y narcisismo, un material diseñado para ocultar el reflejo de cualquier vicio. Y no permiten apreciar que no hay un solo defecto de los que denostaba en sus rivales políticos que no haya copiado en tiempo récord este Sánchez acostumbrado a saquear contenidos de libros.