Alberto López Basaguren- El País
Se ha perdido mucho tiempo, ya irrecuperable, y se han provocado muchos daños, algunos ya irreversibles, pero el reto sigue siendo el mismo. Es necesario abrir un gran debate nacional para reformar el Estado de las autonomías.
Los independentistas están empeñados en convertir en realidad su convicción de que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, amparado por el derecho internacional; que la independencia es alcanzable de forma sencilla e inmediata; que será bien acogida por la sociedad internacional —destacadamente, por la UE— y que es alcanzable de forma pacífica y plenamente legal, incluso, sin una clara mayoría. Que una construcción semejante haya sido amparada —por acción u omisión— por, entre otros, destacados juristas catalanes demuestra hasta dónde ha llegado el independentismo y la inutilidad, hoy por hoy, de cualquier intento de debate racional que la ponga en tela de juicio.
Solo los independentistas son responsables de su estrategia y de sus gravísimos efectos. Pero el sistema político español —muy destacadamente, el Gobierno y su partido— es responsable de las consecuencias de renunciar a enfrentarse al reto independentista de forma adecuada: políticamente. Durante largos años se ha limitado a contemplar, con pasividad, el crecimiento de sus apoyos, instalado con relajo en la arrogante convicción del carácter inexpugnable de su fortaleza jurídica. Ha olvidado la trascendencia de la política y la imposibilidad, en una democracia, de reducirla total y absolutamente a la ley. La ley marca el terreno de juego de lo que se puede —y no se puede— hacer; pero la política puede poner en crisis la percepción ciudadana de legitimidad de la ley. Cuando eso ocurre el sistema democrático está en crisis.
El Estado no puede renunciar a imponer el cumplimiento de su derecho; está en su identidad genética. En contra de lo que parecen querer creer los independentistas, no resulta fácilmente imaginable que fracase en esa operación, a pesar de la ineptitud mostrada el 1-O. El problema es el precio a pagar por lograrlo, que será más elevado cuanto mayor sea la fortaleza —y la resistencia— del independentismo y mayor la impericia del Gobierno. El sistema democrático va a salir muy maltrecho; está ya profundamente erosionado en Cataluña, y la imagen internacional de España —y su credibilidad en Europa— sufrirá un profundo deterioro. Los acontecimientos del pasado domingo son una seria advertencia.
Hace mucho tiempo que el Gobierno, a la vista de su estrategia, tendría que haberse enfrentado a un problema peliagudo: ¿cómo se gestiona políticamente, en un sistema democrático, un quebrantamiento hipotéticamente masivo de la ley, protagonizado por importantes autoridades del territorio, respaldado políticamente, cuando los delitos que asoman por el horizonte son de tan especial gravedad? Quienes diseñaron esa estrategia, ¿nos ocultaban este panorama o simplemente lo ignoraban?
Se ha perdido mucho tiempo, ya irrecuperable, y se han provocado muchos daños, ya irreversibles. Pero nos encontramos ante el mismo reto que se viene tratando de eludir tozudamente desde hace muchos años: la necesidad de una profunda reforma del sistema autonómico que, en parte importante —y su aglutinante—, debe ser reforma de la Constitución. Solo hay un terreno político en el que se puede debilitar el apoyo social al independentismo: la mejor conformación del sistema autonómico aprendiendo de la experiencia de los mejores sistemas federales de nuestro entorno. Los defectos del sistema autonómico, magnificados, han sido un elemento determinante en el proceso de deslegitimación que se encuentra en la base del reto independentista; lo fue —y lo volverá a ser— en el País Vasco y lo ha sido en Cataluña. Una reforma así planteada se corresponde con la realidad de lo que es hoy el sistema autonómico y con sus necesidades. No se trata de satisfacer a los independentistas, sino de lograr un sistema de autonomías territoriales sólido y saludable que estará en mejores condiciones de dificultar su descalificación y la justificación de las propuestas de ruptura.
Los autores intelectuales de la estrategia independentista han solido reconocer que su mayor riesgo de perder apoyos cualitativamente determinantes se encontraba en la tercera vía, viendo con satisfacción la incapacidad para articularla. Paradójicamente, la negación de esa posibilidad ha surgido de entre quienes se oponen a la pretensión independentista. Alegan que ninguna reforma serviría para resolver el problema porque no satisface a los nacionalistas. Los independentistas entendieron que se puede influir en el cambio de actitud de los ciudadanos y ello les ha permitido ir engordando sus filas de forma significativa. No hay que mirar a la forma en que los independentistas expresan su reivindicación, sino a lo que ha movido a parte de los ciudadanos a respaldarla en un momento concreto. A estos no se les puede ofrecer su sueño —una Cataluña independiente—, pero sí una realidad aceptablemente satisfactoria como para que un sector suficiente de ellos considere que no merece la pena lanzarse a arriesgadas aventuras. Eso es lo que, entre otras cosas, podemos aprender de los países que han sido capaces de enfrentarse con éxito a retos similares —que existen—, y también de los que fracasaron —que también los hay—. Los sondeos muestran que, en Cataluña, todavía hay un sector suficientemente importante en ese territorio a conquistar.
La situación en que hay que afrontar este reto es una de las peores imaginables. Venimos de una práctica política partidista profundamente tóxica. Cualquier propuesta de reforma del sistema autonómico ha sido asaeteada en cuanto asomaba la cabeza, para ser descalificada despectivamente, sin ofrecer ninguna alternativa. Se han hecho propuestas de reforma excesivamente cerradas, cuando, simplemente, había que abrir el debate y el tiempo de las reformas. Se han lanzado propuestas precipitadas, sin madurar, que han facilitado su descalificación. Se han propuesto contenidos extremadamente polémicos, que ni tan siquiera habían sido suficientemente debatidos —y ampliamente asumidos— en el sector del que procedían. Por si fuera poco, ¿quién puede asumir su bandera en Cataluña? O el federalismo no es el terreno de quien se ganó credibilidad en la oposición al procés o lo es de quien la perdió y no se sabe si logrará recuperarla. Y una brecha difícilmente superable separa a unos y otros.
Necesitamos abrir un gran debate sobre la reforma; abrir un tiempo de reformas. Pero nos enfrentamos a un gran problema. Para que tenga posibilidades de éxito es necesaria la profunda convicción de los partidos que deben impulsarla; y deben transmitirlo convincentemente a la sociedad. ¿Van a ser capaces de estar a la altura del reto que tienen ante sí? Si fracasan, ¿cuál será el horizonte respecto a Cataluña y, en general, para el sistema constitucional? ¿Alguien cree que es sostenible un sistema democrático que excluye la posibilidad de independencia sin ganarse a una amplia mayoría de la sociedad catalana?
Alberto López Basaguren es catedrático de Derecho Constitucional.