Editorial, EL CORREO, 18/10/11
La Conferencia internacional para la resolución del conflicto del País Vasco realizó ayer un llamamiento obligado para que ETA anuncie el cese definitivo de la actividad armada, presentándolo como paso previo a que «los gobiernos de España y Francia» se avengan a un diálogo con la banda terrorista «exclusivamente sobre las consecuencias del conflicto». Es muy probable que la iniciativa contribuya al irreversible final de la amenaza terrorista, y sin duda ha suscitado esa esperanza en buena parte de la opinión pública vasca. Pero el modo en que se produzca la desaparición de la sombra etarra no será inocuo para la convivencia, la libertad y el futuro de los valores democráticos en Euskadi. Por eso mismo es también necesario señalar que la petición dirigida a la banda por parte de los ‘facilitadores’ internacionales quedó ayer por debajo de la clamorosa exigencia con la que tanto la sociedad como las instituciones democráticas vienen reclamando la disolución expresa de la trama etarra. Cabe interpretar que los autores de la declaración dan por supuesto que la conversión de la tregua en cese definitivo sería un paso previo a la posterior desaparición de ETA, exigencia esta última que la banda no aceptaría de entrada. Lo cual permite vaticinar que, en un próximo comunicado, ETA podría ceñirse al primer punto del texto en cuanto al «cese definitivo de la actividad armada» para, a partir de ahí, emplazar desde sus consideraciones y reclamaciones la incorporación de los «Estados español y francés» al diálogo avalado por la Conferencia de Aiete. En este sentido, la declaración también se quedó corta al obviar la vigencia del Estado de derecho. Los mediadores internacionales instan a los gobiernos español y francés a «iniciar conversaciones» con la banda sobre las «consecuencias del conflicto». Este eufemismo para referirse a la suerte de quienes han sido encausados o condenados por las actividades cuyo cese reclamaron ayer Ahern, Annan, Harlem, Joxe, Powell y Adams, no solo diluye las responsabilidades de los victimarios sino que obvia la existencia de un sistema de Justicia como garante de que ni la impunidad ni la arbitrariedad tengan lugar en democracia.
Los ‘facilitadores’ internacionales podían haber evitado la jerga radical al referirse a «la última confrontación armada en Europa». Es posible que un observador extranjero desapegado de la crueldad que ha comportado la trayectoria etarra sea capaz de imaginar un escenario en el que los victimarios reconozcan que han causado «dolor» sin asumir, a la vez, las consecuencias penales de sus actos. Pero ese dolor ha sido provocado por un daño irreversible, los asesinatos, que la democracia no puede soslayar ni siquiera a cambio de que no vuelvan a producirse hechos semejantes.
La sugerencia de que «los actores no violentos y representantes políticos se reúnan y discutan cuestiones políticas así como otras relacionadas al respecto, con consulta a la ciudadanía», vuelve a obviar la existencia, en Euskadi y en España, de una democracia consolidada que cuenta con mecanismos tasados para afrontar los problemas y buscar soluciones, incluso cuando éstas supongan una modificación sustancial en la organización del poder político. La disposición mostrada por los mediadores internacionales para constituir un ‘comité de seguimiento’ de sus propias recomendaciones podrá ser positiva solo en la medida en que reconozcan en la democracia española y en el autogobierno vasco la misma legitimidad que ampara a los sistemas de libertad de que gozan sus respectivos países.
Editorial, EL CORREO, 18/10/11