Ignacio Varela-El Confidencial
- Es prematuro medir el tamaño de la avería que este episodio haya producido en la llamada ‘mayoría de la investidura’. Una cosa es segura: Sánchez no dispone de una mayoría alternativa con la que gobernar el resto de la legislatura
Cuando la política de un país se convierte en un casino 24/7 o en un zoco donde se compran y venden votos al por menor y cualquier timador o carterista es celebrado por su habilidad en la farsa y el engaño, es fácil que se produzcan espectáculos tan grotescos como la votación que ayer ganó de churro el Gobierno sobre un asunto trascendental. Antonio Ozores y Tony Leblanc en ‘Los tramposos’ no lo habrían mejorado.
Siguiendo el debate, me dio por imaginar la situación invertida: un hipotético Gobierno del Partido Popular presidido por Pablo Casado podría haber promovido perfectamente una norma muy parecida a la que ayer se votó, previa negociación con los agentes sociales. En ese supuesto, es seguro que Sánchez y Yolanda Díaz, colíderes de la oposición, habrían competido entre sí por ver quién lanzaba los rugidos más pavorosos y las más feroces interjecciones contra la medida.
Si yo fuera diputado, habría votado a favor de esta reforma, no sin una dosis de escepticismo respecto a su capacidad para reparar los vicios crónicos de fondo de nuestro mercado laboral. Primero, porque es evidente que, dentro de su modestia, actualiza y mejora lo anterior. Segundo, porque, afortunadamente, está muy alejada de la sarta de disparates anunciados por Sánchez e Iglesias en sus campañas electorales, en el discurso de investidura y en el pacto de gobierno (rubricado después con aquel papel surrealista que firmaron con Bildu). ‘Last but nost least’, porque un acuerdo en materia laboral asumido por los sindicatos y las organizaciones empresariales siempre es una poderosa pieza de convicción.
Un presidente del Gobierno en sus cabales habría manejado el asunto desde el principio de forma completamente distinta a como lo ha hecho Sánchez, que ha organizado un quilombo monumental para quedarse a un centímetro del precipicio. Por supuesto, se habría ahorrado toda la demagogia preliminar. Habría atendido desde el principio las indicaciones de su ministra de Economía, como hacen los gobernantes prudentes en el 90% de los casos. Habría planteado, en paralelo con el diálogo social, un diálogo político con las fuerzas parlamentarias, empezando por el primer partido de la oposición.
Quizá todo ello hubiera creado condiciones propicias para presentar en el Congreso un proyecto de ley con tiempo suficiente para tramitarlo con calma y aprobarlo con una mayoría muy holgada, sin necesidad de entrar en la frenética persecución contrarreloj de diputados de partidos minúsculos ni asomarse al abismo de una votación caótica que huele que apesta y deja la reforma llena de pringue y lisiada de origen. Fue cosa de ver el abrazo de alivio que se dieron el presidente y sus dos vicepresidentas después del sobresalto: ¡zafamos, zafamos!
Los resultadistas de turno se hartarán de glosar el inmenso talento de Sánchez, que siempre consigue lo que pretende aunque sea de carambola y trampeando como un tahúr de barrio. Lo cierto es que este presidente se hizo un lío con la reforma laboral, puso su mayoría parlamentaria en almoneda, bordeó el ridículo (a ver cómo explica en Bruselas que sacó adelante la reforma porque un diputado de la oposición apretó el botón equivocado) y se salvó de la catástrofe porque Calviño tomó a tiempo las riendas de la negociación e Inés Arrimadas se olvidó por un día de jugar a la política (Dios no la dotó para esas gatadas) y se limitó a obrar con sentido común.
Por otro lado, un líder de la oposición con reflejos y sin el olfato atrofiado habría convocado una rueda de prensa a los cinco minutos de anunciarse el acuerdo social para celebrarlo y anunciar su voto favorable. Si el movimiento de Arrimadas ha provocado un terremoto en la mayoría, imaginen lo que habría sucedido si eso mismo lo hubiera hecho Casado. Y en el debate de ayer habría intervenido personalmente en lugar de permitir que Yolanda Díaz le diera una somanta de palos a la pobre Cuca Gamarra, a la que conviene leerse los papeles y meterse unas cuantas sesiones de gimnasia parlamentaria antes de competir en un debate de mayor cuantía.
Si Sánchez es ya campeón indiscutible de la picaresca y el chanchullo, la figura del líder del PP se empequeñece por días. En parte, es víctima de una cultura acendrada en su partido, que le impide concebir otra forma de practicar la oposición que jugando al patadón y la brocha gorda. Por eso, cuando le ponen —como sucedió en esta ocasión— un balón botando en el área para empujarlo a la red, solo se le ocurre cerrar los ojos y atizarle de puntera para enviarlo a la grada.
Están por verse los efectos políticos de este suceso parlamentario. Rufián se apresuró a decir preventivamente, “tranquilos, que esto no es el fin del mundo” antes de pegar la puñalada a Yolanda Díaz, que de eso trató su intervención (por cierto, con su bien armado discurso de ayer, Yolanda presentó una consistente candidatura a la secretaría general de Comisiones Obreras). Es inminente una reclamación de ERC sobre la mesa de negociación en Cataluña como prenda para paliar la cornada recíproca que se han propinado los socios.
Es prematuro medir el tamaño de la avería que este episodio haya producido en la llamada ‘mayoría de la investidura’. Una cosa es segura: Sánchez no dispone de una mayoría alternativa con la que gobernar el resto de la legislatura. No existe una supuesta ‘mayoría de la reforma laboral’ sobre la que pueda sostenerse este Gobierno. El conglomerado de fuerzas que dio paso a esta reforma fue puramente accidental y se evaporó en el mismo acto, más aún después de la astracanada en que se convirtió la votación.
Si el presidente del Gobierno quiere proseguir este viaje, solo tiene dos caminos: uno es reparar a toda velocidad la alianza con ERC y PNV —lo que nos costará un riñón a los españoles— y bajarle los humos a la ministra de Trabajo (para lo que contaría, sin duda, con la ayuda de Pablo Iglesias y sus delegadas en el Consejo de Ministros). El otro es tirar adelante como si gobernara en solitario, que sean los socios quienes rompan la baraja y esperar que la jugada le salga tan bien como a António Costa en Portugal. Proliferan los síntomas de que este es el camino elegido en el nuevo laboratorio monclovita
En días como este, es cuando más se echa de menos ‘La Codorniz’.