LA AUTODENOMINADA «revolución de las sonrisas» separatista hace tiempo que ha entrado en modo esperpento. Si a Carles Puigdemont o a Oriol Junqueras les hubiera dado por pasear por el madrileño Callejón del Gato, donde moraban los espejos deformantes que glosó Valle-Inclán, estos hubieran reventado. No por la mayor o menor belleza física de estos dos políticos, sino porque representan el absurdo con mayúsculas, y tanta concentración de energía distorsionante no hay materia que lo resista.
Resulta gracioso que la Generalitat pida «lealtad institucional» al Gobierno que encabeza Mariano Rajoy para que Barcelona sea la sede de la Agencia Europea del Medicamento. La Ciudad Condal merece acoger este importante organismo, pero los partidos secesionistas no ayudan con sus continuos ataques, ofensas e insultos a todas las instituciones que nos representan a todos. Los del «España nos roba» exigen la «lealtad institucional» que incumplen cada día. Menos mal que aunque los separatistas no se consideran «españoles», tenemos un Ejecutivo que considera que todos los catalanes somos ciudadanos de este país, y nos trata como lo que somos, españoles de pleno derecho. Y vela por nuestros intereses, como lo hace con el resto de compatriotas.
El esperpento sigue con los continuos viajes de Junqueras, Mas, Puigdemont y Romeva, ordenados como los hermanos Dalton, de mayor a menor estatura política, que no física, y sin querer compararles con atracadores de bancos. Sus faltas son más de orden moral y cívico. En sus excursiones buscan vender las «bondades» del proyecto separatista. Intentan difundir en el extranjero lo que es un acto antidemocrático: considerar que hay catalanes de primera (la minoría que busca la secesión) y de segunda (la mayoría que quiere formar parte de España).
Los dirigentes separatistas quieren romper España y se quejan que el cuerpo diplomático español no les ponga la alfombra roja. Y además les molesta que nuestros embajadores expliquen a los mandatarios extranjeros las pretensiones excluyentes de los secesionistas. Y cuando, de manera legítima, el Gobierno central protesta por lo que es un abuso de los fondos públicos que provienen de los impuestos de todos los españoles, para vender en otros países la ruptura de España, los secesionistas se hacen los ofendidos. ¿Da o no da para una novela de Valle-Inclán?
Otro esperpento de este folletín por entregas tiene como protagonista al héroe de varias generaciones de progres de este país. ¿Qué ser humano amante de la igualdad y la justicia social no ha cantado L’estaca en una noche de amistad por las tascas de Burgos, Sevilla o Madrid? Este himno ha sido, es y será uno de los signos de identidad de todo aquel que quiera demostrar su apego al internacionalismo obrero, la solidaridad entre pueblos y la lucha por la emancipación de los oprimidos.
Una cosa es que Llach cante sus clásicos antifranquistas en un campus o en una concentración por los derechos humanos, y otra muy diferente es ir dando discursos por Cataluña en los que se amenaza a los funcionarios de la Generalitat que, por su voluntad de cumplir las leyes vigentes en un país democrático como España, no obedezcan los dictados del Gobierno de Junts pel Sí. Este ex cantautor ha decidido pasar de L’estaca al garrote, a la sanción y, porque no decirlo, a la marginación de aquellos trabajadores públicos que simplemente cumplan con su obligación: no saltarse las normas.
Lo curioso es que los secesionistas están tan seguros de su impunidad que han colgado estos discursos en las redes sociales. La red está llena de intervenciones gloriosas de personajes como el ex juez Santiago Vidal o el historiador Víctor Cucurull. Si no conocen a este último intelectual ya tardan en conectarse a Youtube o al portal Dolça Catalunya con un pack de palomitas y comenzar a disfrutar. Si se lo toman en serio, se indignarán. Si lo disfrutan como lo que es, el auténtico heredero de las películas de Pajares y Esteso, pasarán una velada entretenida.
Este tipo de personajes, muchos de ellos con ayudas públicas de las administraciones que controlan los separatistas, llevan años predicando por toda Cataluña la necesidad de romper los lazos con el resto de españoles. Unos, como Llach, de manera más suave y generalmente sin caer en excesos, otros con discursos que rayaban en el delirio. Las tesis, las de siempre. Que España es una democracia de baja intensidad que oprime los anhelos de libertad del pueblo catalán. Que España saquea a Cataluña el dinero que necesita para progresar económicamente y garantizar el bienestar de las nuevas generaciones. Que España no comprende ni tolera la diferencia cultural que supone el tener una lengua tan rica como el catalán.
A los secesionistas no les importa que la mayoría de los catalanes se sientan españoles. Ni que la lengua catalana, gracias a las instituciones creadas por la Constitución del 78, tenga en Cataluña un reconocimiento público y un apoyo excepcional en el ámbito educativo, empresarial, comunicativo y cultural. Ni que los mecanismos de solidaridad interterritorial sean los mismos que existen en cualquier democracia avanzada. Ni que Cataluña es rica, sobre todo, por el trabajo de millones de ciudadanos provenientes del resto de España en las fábricas de Barcelona y otras localidades de esta comunidad autónoma.
Para intentar convencer a los ciudadanos no han dudado en falsear la historia y retorcer los datos. Y han creado un aparato propagandístico que comienza en las guarderías y en las escuelas de primaria y acaba en los comedores de todos los hogares catalanes, gracias a los medios de comunicación públicos y privados subvencionados que no dudan en poner a sus periodistas al servicio de la causa de la secesión. Pero a pesar de sus esfuerzos durante más de tres décadas siguen sin ser mayoría. La consulta del 9-N demostró que los secesionistas, incluso haciendo trampas al solitario ampliando el censo a colectivos que en unas elecciones no tienen derecho a voto, no son suficientes para imponer una separación de Cataluña por las bravas.
Y DESDE ese momento se ha pasado de la revolución de las sonrisas al esperpento catalán. Para mantener la ficción de que su causa sigue bien viva no dudan en recurrir a una serie de personajes estrambóticos que se dedican a calentar el ambiente, para intentar mantener alta la moral de su gente. Los discursos de Llach no hacen más que revelar una realidad: en la Cataluña de Puigdemont y Junqueras no se respetan las leyes de una democracia consolidada como la que consagra la Constitución de 1978.
Los secesionistas saben que han perdido, pero siguen jugando con la ficción que existe una legalidad catalana al margen de la española. No les importa no ser mayoría, ni carecer de todo tipo de apoyo internacional, ni siquiera hacer el ridículo, como cuando se difundió una grabación del número dos del PDeCAT, David Bonvehí, en la que aseguraba que si hacía falta ya buscarían un candidato «autonomista», y por lo tanto no separatista, para su partido. Al final Oriol Junqueras culpó al «Estado» de intentar debilitar al proceso secesionista con la difusión de esta conversación que se celebró en un restaurante, cuando en la mesa de al lado había dos dirigentes de ERC. ¿Serían dos infiltrados del CNI? Otro esperpento más.
«Hemos de buscar candidatos autonomistas por si no acaba bien la cosa». Ya no engañan a nadie, salvo a los que viven de que el procés siga adelante. Que son muchos. La receta para revertir la locura que está viviendo Cataluña es simple, pero requiere valor y voluntad: respeto a la ley y apoyo a las entidades cívicas catalanas que luchan por mantener los lazos con el resto de españoles desmontando las mentiras de los secesionistas. Pedagogía de lo mucho que las administraciones públicas hacen por Cataluña y desmentir la propaganda de los independentistas. Y así, seguro que la causa de la buena convivencia ganará. Y acabaremos con el esperpento secesionista, que no catalán.
Sergio Fidalgo es presidente del Grup de Periodistes Pi i Margall.