Ignacio Camacho-ABC
Sánchez no quiere el poder para usarlo sino para tenerlo. El factor clave de su desgaste es la ausencia de proyecto
Cuando Sánchez asaltó el poder en la moción de censura, hace ya, ay, tres años, su objetivo primordial era asegurarse una victoria electoral que sabía imposible desde la oposición. Eso le salió más o menos bien, pese al batacazo andaluz de aquel diciembre, pero difícilmente entraría en sus cálculos que apenas un trienio después la derecha le llevase ventaja en las encuestas. Sí, claro, era imprevisible la pandemia. Sin embargo, otros gobiernos europeos han salido de ella con menos grietas, entre otras cosas porque no la afrontaron con una gigantesca operación de engaño. El Covid sólo precipitó la evidencia de que España estaba en las peores manos en el momento en que más necesitaba dirigentes competentes y con sentido de
Estado. Abordar una crisis de salud pública de esa envergadura junto a gente tan poco recomendable como los separatistas y Podemos constituía a todas luces un suicidio estratégico. Y lejos de aprender la lección y tratar de unir al país en un gran acuerdo -ya imposible de todos modos porque nadie se fía de un compulsivo embustero- está dispuesto incluso a ahondar en su desgaste indultando a los golpistas catalanes para apuntalar durante algo más de tiempo esa alianza inestable. Nada está escrito, y menos en una política de impulsos tan espasmódicos como volátiles, pero el presidente parece haber entrado en una espiral de rechazo, en una cadena de errores donde cada fuga hacia adelante acaba en un nuevo fracaso.
Las dramáticas circunstancias del mandato han puesto de manifiesto algo aún más grave que la insolvencia de un Ejecutivo sectario e inepto: la ausencia desoladora de un proyecto distinto al de su propia continuidad de cualquier manera y a cualquier precio. Sánchez no quiere el poder para usarlo sino para tenerlo; carece de otro objetivo que el de sostenerse a sí mismo y disipar su aureola de aventurero advenedizo. A ese designio personal ha subordinado el equilibrio de las instituciones y la estructura de su partido, y ha creado un enorme, hipertrofiado aparato de propaganda a su servicio. Su horizonte exclusivo son las próximas elecciones, sean cuando sean, y para ganarlas ha entregado la dirección táctica a un presunto gurú que defiende la preminencia de las emociones frente a las ideas. Ése es el fondo del problema, o más bien el problema de fondo: que España está gobernada con mentalidad de vuelo corto, a base de estímulos inmediatos y contradictorios, de gestos para la galería, de coreografías huecas y de efectismo demagógico. Que no hay modelo, ni plan, ni programa ni respuestas porque el único propósito de la acción gubernamental consiste en dibujar un trampantojo retórico capaz de encubrir la inexistencia de logros. En ir tirando a fuerza de pactos con el diablo, de marcos mentales y relatos falsos que empiezan a provocar esa sensación de hartazgo que siempre precede a los vientos de cambio.