BIEN, acabó la carnicería electoral: intrigas, presuntas conspiraciones, sexo, violencia verbal… Un carnaval, incluidas las máscaras, que ha intentado desviar a los votantes de las verdaderas caras de Donald Trump y Hillary Clinton. La presión sobre el electorado ha sido tal que la American Psychological Association acaba de concluir que un amplio grupo de estadounidenses ha sufrido Election Stress Disorder (trastorno de estrés electoral). Éste ha llegado a un 56% en el grupo de ancianos y a un 50% en los Baby Boomers (52-70).
Sin embargo, en una carrera hacia la Casa Blanca, por encima de la pirotecnia electoral, existen factores objetivos que suelen señalar al ganador. En este caso, me equivoqué –nos equivocamos– al manejar esos factores (dinero, experiencia electoral, apoyo de los medios y de las minorías étnicas), que apuntaban inequívocamente a Hillary. Un llanero solitario, el profeta electoral Allan Lichtman, de la American University –que lleva 32 años pronosticando correctamente el resultado de todas las presidenciales–, dio contundentemente como ganador al candidato republicano, con gran escándalo de los medios tributarios de la izquierda del caviar.
La victoria de Trump me recuerda a la del presidente Truman frente a Dewey, en las elecciones de 1948. Las encuestas, los medios y los analistas vaticinaron casi unánimemente la victoria del republicano Dewey. Incluso el Chicago Tribune tituló en portada «Dewey defeats Truman» (Dewey derrota a Truman), la misma mañana en que Harry S. Truman, en realidad, derrotaba a Thomas E. Dewey. El titular erróneo se hizo famoso cuando Truman, al celebrar su victoria, con benévola sonrisa, lo hizo agitando una copia del periódico.
Todos deberíamos habernos dado cuenta –aunque el tema de los swing states es el ABCD de una campaña– de que la campaña de Trump sobre determinados estados traía su causa en la especial convicción de que, te esfuerces lo que te esfuerces, al final todo depende de algo verdaderamente perverso: que apueste por ti un 3% de indecisos, de los 225 millones de votantes potenciales, en especial los concentrados en Ohio, Pennsylvania, Florida y Virginia. Además, el candidato ha de saber sacarlos de sus guaridas y llevarlos a votar. No se olvide que «un ciudadano americano cruzará océanos y mares para luchar por la democracia, pero tal vez no cruzará la calle para votar en unas elecciones». Esto ha sabido hacerlo Trump mejor que Hillary.
Por lo demás, un buen candidato ha de tener mucha flexibilidad para adaptarse a los giros inverosímiles que circunvalan una campaña. Así como ante el tema del emailgate–su entierro, resurrección y nueva inhumación, de manos del FBI–, o el revival de las proezas sexuales de Bill Clinton, Hillary supo no perder el equilibrio, Donald Trump mantuvo los nervios ante el vídeo de vestuario–en el que aparecía soez y machista–, contraatacando con una especie de desfile de modelos que habían sido presuntamente acosadas por el marido de la candidata, escandalizada ante el vídeo de Trump.
Un factor importante en la victoria de éste es su hábil instrumentalización del populismo. A ambos lados del Atlántico han surgido como plantas exóticas los populismos de izquierda y derecha. Los primeros más concentrados en Europa (España, Grecia, Italia), los segundos, difusamente diseminados por América. Trump ha sido su héroe, sabiendo explotar las angustias subterráneas de los norteamericanos sobre inmigración, terrorismo, economía, etcétera. En especial, las angustias de las clases medias y populares blancas. A su vez, ha sabido encauzar los sentimientos contrarios a la dictadura de lo políticamente correcto, que suele considerar intolerantes o fundamentalistas a los que no se pliegan a sus planteamientos jurídicos, políticos o morales.
La prensa correcta ha protagonizado un verdadero frente anti-Trump (CNN, Washington Post, Huffington Post, NBC, ABC, MSNBC, New York Times…), incluso empresas periodísticas que durante decenios se habían abstenido de dar su apoyo a los candidatos presidenciales o nunca habían recomendado el voto para uno demócrata, han entrado en la batalla informativa, dando su apoyo a Hillary. Entre ellos, Usa Today, Atlantic Magazine y The Dallas Morning News. La demonización mediática del rubio millonario ha sido tan intensa que ha amenazado con medidas legales por lo infamante de sus planteamientos. Tal ha sido el caso de The New York Times. Este cerco informativo ha cometido el error de convertir a Trump en una especie de espantapájaros, lo que ha producido un cierto efecto boomerang. Como era de prever, muchos ciudadanos interiormente se han rebelado y se han puesto del lado del apaleado.
Hay un abismo entre la fuerza de un candidato con su partido tras él sin fisuras y la de un aspirante a la presidencia con su partido dividido. Un ejemplo paradigmático fue la derrota del presidente Carter frente a Ronald Reagan. El primero llegó a la convención demócrata con Edward Kennedy como adversario. Aunque Carter acabó ganando en la convención, el partido se dividió, y el aspirante republicano Reagan barrió al presidente demócrata Carter.
Ahora la situación era la inversa. El dividido era el Partido Republicano. Numerosos iconos del GOP (los tres Bush, Condoleezza Rice, Colin Powell, los ex candidatos presidenciales John McCain y Mitt Romney, Arnold Schwarzenegger, etcétera) negaron su voto a Trump, llamándole «candidato del caos». Por contraste, todo el Partido Demócrata apareció en la campaña unido tras Hillary: «Yo o el Apocalipsis». Trump ha hecho lo único que podía hacer: convocar a la mayoría silenciosa frente al corrupto establishment. Era él solo frente a todos. De nuevo, la solidaridad con el abandonado por el poder unió aún más a sus bases con el chivo expiatorio.
Trump tenía frente a sí una candidata con pocas raíces en el corazón de los electores. Si el rubio millonario era un candidato algo grosero y agresivo, Hillary Clinton era una mujer algo fría y distante, cuya carrera política había estado flanqueada por el dinero, el sexo y el suicidio. No había tenido suerte con sus amigos. Vincent Foster, amigo y luego letrado en la Casa Blanca, se suicidó en extrañas circunstancias por no aguantar la presión de los escándalos del Whitewater que involucraban al presidente Clinton y a su esposa. Bill protagonizó, entre otros, cuatro escándalos sexuales en los 90. En especial, su aventura con la becaria Monica Lewinsky inundó los medios de comunicación, llegando hasta un proceso de impeachment del que sólo por los pelos salió bien librado. Y, en fin, el ex congresista demócrata Anthony Weiner –esposo de Huma Abedin, asesora personal de Hillary Clinton– protagoniza un escándalo de alto voltaje sexual, al que se une la aparición en su ordenador de miles de mensajes de Hillary de su época de secretaria de Estado que pusieron a la candidata en un verdadero aprieto.
ESTOS esqueletos, junto a los volátiles e-mails comprometedores, su fama de reina guerrera en los conflictos de Irak, Libia y Siria, y problemas de salud, potenciaron la figura de Trump, incluso en sus ataques injustos contra la ex primera dama. Obama salió al quite y actuó con verdadera caballerosidad en defensa de Hillary. Aunque algunos recordaron que, en la campaña Hillary vs Obama de hace ocho años, el afroamericano no dudó en calificarla de «mentirosa» y «serpiente que se muerde la cola». Demasiado fondo de armario.
He observado que la reacción de algunas cancillerías y de parte de la prensa ha sido algo catastrofista ante el triunfo del inexperto e impredecible Trump. Sin embargo –tal vez para tranquilizarme–, siempre he pensado que los enrabiados de ayer son los moderados de hoy, en cuanto reciben el poder. Mi consejo es esperar a ver los colaboradores que nombra. Coincido con los analistas cuando observan que un presidente vale lo que valgan los consejos que le den. Es imposible que averigüe en un día todo aquello que necesite saber. En algunas cuestiones, ni siquiera sabe qué preguntar. Así que un presidente sin buenos consejeros y colaboradores «es como una tortuga boca arriba: puede moverse mucho pero no puede ir a ninguna parte».
Rafael Navarro-Valls es catedrático y presidente de las Academias Jurídicas de Iberoamérica.