A Alberto Núñez Feijóo se le ha abierto el cielo con Isabel Díaz Ayuso. Porque la presidenta de Madrid ocupa un espacio del terreno de juego, el área del equipo contrario, al que Feijóo, un central fino a lo Franco Baresi, no pretende asomarse ni aunque el equipo vaya un gol abajo a un minuto del pitido de la final de la Champions.
No es el caso actual. Porque este PP ya supera al PSOE en todos los sondeos, salvo el del CIS, y la pésima coyuntura económica favorece los intereses de los populares y la estrategia de Feijóo. Pero comprendan la metáfora futbolística.
Feijóo, como Mariano Rajoy, cree que el PP debería ser un partido estrictamente tecnocrático que huya de eso que algunos llaman batalla cultural y que otros denominan, sencillamente, política. Feijóo cree, acertadamente, que el punto fuerte del PP es la gestión de la economía y que los populares sólo han llegado al poder cuando el PSOE ha despeñado el nivel de vida del español medio.
De ahí deduce, equivocadamente, que lo que ha siempre ha sido de una manera no podrá jamás ser de otra, y que la opción sana para la España de hoy es la vuelta a los tiempos previos a José Luis Rodríguez Zapatero y su ruptura del pacto de la Transición. Como si Zapatero y Pedro Sánchez nunca hubieran existido y España pudiera ser conservada, momificada, en unos eternos años 80 y 90 idealizados. Esos en los que el bipartidismo reinaba como monarca absoluto, las instituciones del Estado seguían en pie y al nacionalismo se le compraba transfiriéndole la señalética de tráfico.
Feijóo no es original en este sentido. Un viejo mantra de la ciencia política dice que la derecha en España sólo llega al poder tras una crisis económica o de seguridad, nunca jamás disputándole la hegemonía ideológica y sociológica a la izquierda, que le pertenece por derecho de suelo y de sangre.
Como España no es Somalia, aunque sí podría llegar a ser Francia o Bélgica, y ahí está el ejemplo de la Cataluña más banlieueizada para demostrarlo, la única posibilidad de que el PP llegue a la Moncloa es, por tanto, y de acuerdo con la tesis de Feijóo y de buena parte del conservadurismo español, una crisis económica.
La tesis, correcta muy grosso modo, flaquea sin embargo en tres puntos.
1. En primer lugar, porque el socialismo carece entonces de incentivos para gestionar de forma eficiente la economía, dado que al final del camino siempre está el PP para reconstruir lo derruido y reiniciar el círculo vicioso. Es la noria del bipartidismo.
Eso condena al PP a ser algo así como el plan Marshall de un PSOE que mientras gobierna escala la deuda y carga sobre el lomo de las generaciones futuras los asistencialismos de hoy, a coste político casi cero, mientras desde la oposición clama contra los recortes. Al PP le corresponde entonces el papel de creador de riqueza y al PSOE, el de repartidor, que en la práctica quiere decir el de destructor de dicha riqueza.
Hay una segunda derivada. Mientras el PP no toca cuando llega al poder ninguna de las leyes sociales del PSOE, y ni siquiera aquellas destinadas de forma evidente a criminalizar a la derecha política y social (las leyes de memoria histórica, por ejemplo), el PSOE sí arremete con la piqueta contra los cimientos de la estructura económica y laboral española, haciendo cada vez más difícil la labor de reconstrucción del PP.
El problema de esta relación simbiótica en la que el PSOE interpreta el papel agradecido, el de benefactor, y el PP el desagradecido, el de castigador, es que en la mente del ciudadano español, el PSOE es la madre amantísima y protectora que llena la nevera de yogures de fresa mientras el padre severo e inclemente, machista, racista y fuera de su tiempo, brama por la depauperada economía familiar y recorta pagas y caprichos.
2. En segundo lugar, porque España no flota en el vacío, sino en el líquido amniótico de la UE. Una UE que difícilmente nos dejará caer más allá de nuestra condición de país eternamente subsidiado y siempre a un paso de la quiebra, que es lo que le interesa a Francia (por razones de rivalidad geográfica) y a Alemania (para la que somos poco más que un mercado cautivo de sus políticas climáticas, agrícolas e industriales).
Dicho de otra manera. Para los españoles será cada vez más difícil percibir los efectos de la ruina económica dado que al colchón proporcionado por las políticas asistencialistas del PSOE se suma hoy el colchón proporcionado por las políticas asistencialistas de la UE. Y sin percepción de crisis no habrá voto de crisis que valga.
En términos de propaganda política, además, es extraordinariamente difícil convencer al ciudadano medio de que esa ayuda que él percibe hoy será la espada de Damocles que condenará a sus hijos a un nivel de vida sensiblemente inferior al suyo. Especialmente cuando muchos de esos ciudadanos ni siquiera tienen hijos ya. El ser humano es presentista y no está diseñado para prever a futuro.
3. En tercer lugar, porque la política no se divide sólo en economía y el «humo» de las batallas culturales, como lo definió Feijóo. Entre la prima de riesgo y el humo que tanto beneficia a Vox existe un enorme terreno político, el ideológico, es decir el emocional, que el PP ha cedido por completo al PSOE y desde el que este estrecha cada vez más el ya de por sí paupérrimo margen de acción popular.
Este tercer punto no explica además por qué un partido presuntamente tecnocrático como el PP no se mete en ninguna batalla cultural… salvo en la mayor de todas ellas, la territorial. Y con unos puntos de vista que coinciden con precisión cuántica con las tesis identitarias del PSC, el PNV o la vieja Convergencia. Las de «todos los españoles son iguales, salvo algunos españoles, que son más iguales que otros».
¿En qué quedamos, entonces? ¿Tecnocracia o batalla cultural, pero sólo en favor de los intereses de ese nacionalismo supuestamente «moderado» que jamás ha existido?
La táctica, en cualquier caso, es de manual. Desde el terreno de la batalla cultural la izquierda ahoga al PP condenándolo al muy ingrato papel de partido de los recortes y la corrupción, mientras desde el terreno parlamentario se le fuerza a una única opción de pacto. O con Vox o con nadie, ya que ERC, Junts, Compromís, BNG, PNV, EH Bildu y Unidas Podemos son coto de caza del PSOE gracias a una ley electoral que privilegia a los partidos con intereses localistas en detrimento de los generalistas.
Frente a esa realidad existen dos estrategias. La cortoplacista y la largoplacista.
La cortoplacista, que es la de Feijóo y que es la más segura, dice que lo que ha funcionado durante 40 años no dejará de funcionar ahora. Al menos, de forma súbita.
Esta es probablemente la estrategia correcta para llegar a la Moncloa en 2023, aunque contribuya por otro lado a ahondar en el desequilibrio del escenario político español y a hacer del PP un partido cada vez menos sistémico y más emergencialista. Cada vez más señor Lobo, el tipo desagradable al que llamas para que limpie la sangre, se deshaga del cadáver y olvide tu nombre un minuto después.
La largoplacista, que es la de Ayuso, busca no sólo ganar las elecciones sino corregir también ese desequilibrio estructural que da ventaja a la izquierda en todas las elecciones.
La estrategia largoplacista no busca esperar a que la abstención de la izquierda carcoma las posibilidades del PSOE, o a que un minúsculo porcentaje de sus votantes decida votar al PP (algo cada vez más difícil de ver, dada la polarización de los bloques), sino transversalizar el partido y captar el voto trabajador y rural.
Y de ahí el eslogan de «el partido del pueblo».
Es decir, Feijóo busca la abstención de la izquierda y el voto centrista (un voto que ya no existe en España, como demuestra el fracaso de Ciudadanos). Ayuso, el de Podemos y Vox. Feijóo acepta las reglas de juego del PSOE y Ayuso le da una patada al tablero y condena a este a un único socio parlamentario, el nacionalismo radical, en respuesta a la pretensión del socialismo de condenar al PP a un único socio parlamentario, Vox.
Ambas estrategias son compatibles y cuadrar ese círculo convertiría al PP en un partido capaz de sostener una hegemonía de varios ciclos electorales en España, sobre todo a la vista de ese giro sociológico que ya se vislumbra no sólo en España, sino en todo el mundo, e incluso en el seno de la propia izquierda, de rechazo al progresismo, a sus políticas identitarias del sexo y la raza, y a la inestabilidad familiar, laboral y social (la modernidad líquida de Zygmunt Bauman) que trae consigo.
Feijóo ganará las elecciones de 2023 y gobernará junto a Vox porque no existe hoy opción alternativa para él. Pero para seguir gobernando en 2027 sin Vox necesitará poner en práctica esa estrategia populista de Ayuso (sí, populista: la democracia es populismo) que pretente alterar el mapa sociológico de España convirtiendo al PSOE en el partido de las elites mediáticas y funcionariales, y al PP en el de las clases trabajadoras y productivas.
Y todo eso, para que Feijóo pueda algún día gobernar sin Vox. Que entiendo que es el objetivo final.
A corto plazo, la estrategia de Feijóo es la correcta. Pero a largo plazo, lo es la de Ayuso. Porque el mundo está cambiando. Y no va a volver treinta años atrás. Ni siquiera diez.