Estoy sentado en el despacho de la calle Serrano donde Adolfo Suárez y unos cuantos amigos rubricaron los documentos que alumbraron la Unión de Centro Democrático. Escucho el lamento de uno de aquellos abogados, que es muy mayor, lleva pajarita y tiene una mirada azul violento. Un lord inglés.
Borracho de nostalgia y con el ideario impreso en la mano, evoca aquel proceso de agrupación. Y lo recuerda como más duele: convencido de que morirá sin volver a ver algo así.
Ese tipo de plataformas, como la UCD, tienen su momento. Suelen ser de vida corta. Llegan, hacen su trabajo… e implosionan. Usted me decía: “Era nuestro final, nos fuimos cada mochuelo a su olivo”. Pero, por fortuna, hemos alcanzado un momento en el que aquellos mochuelos y sus hijos deben regresar a la casa común.
La tierra fértil de estas plataformas, me explicó usted, está estrechamente relacionada con el hartazgo ciudadano, la corrupción de los grandes partidos, el extremismo en el debate y la regresión de las libertades. Una vez, Juan Luis Cebrián me enseñó: “En todo edificio de poder, hay una tubería que desagua la mierda”. Discúlpeme, don Miguel, pero usted y yo sabemos que llevamos unos años nadando en la mierda.
La creación de una plataforma contraria a la que se quiere construir actúa como desencadenante; y ningún votante (ni siquiera sus partidarios) duda de la existencia de una Triple Entente entre PSOE, Podemos y los nacionalistas.
Llegados a este punto, prosperará, como nos ha enseñado la Historia, una CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) o una UCD. Lo primero podría resultar de un PP abrazado a Vox y engordado tras la absorción de Ciudadanos. Eso encresparía todavía más el debate, ese “comunismo o libertad” tan absurdo que pretende llevarnos a 1936. Me acuerdo del tío Rafael, que fue ministro de la CEDA, y no lo imagino templando gaitas frente al Gobierno. Crucemos los dedos para que no suceda.
Lo segundo, el remedo de la UCD, podría nacer de la unión de un PP moderado (que no utilizara el soborno para destrozar a su adversario), los restos del malogrado Ciudadanos, los verdaderos socialdemócratas y todos aquellos abstencionistas guiados por la libertad y la igualdad.
Es muy complicado, lo sé, don Miguel, porque el egoísmo intrínseco a la política hace muy difícil que una formación renuncie a sus siglas. El ego suele tener la culpa de que miremos el dedo y no la luna. Sinceramente, y espero no desalentarle, esa UCD tan amplia, la que acabo de describir, me parece hartamente improbable.
Pero he visto cosas. He escuchado cosas. Y puedo prometerle que ya hay gente (expolíticos honestos, periodistas, abogados, escritores, empresarios, filósofos y poetas) construyendo un refugio para esos dos millones de votantes que un día se declararon de centro. Un refugio que para usted, don Miguel, podría suponer el panteón del descanso eterno.
Si el proyecto logra su versión más excelsa, borrará los extremismos de un plumazo. Si se queda en bisagra, relajará los instintos primarios de los gobiernos que estén por venir. Se lo prometo, don Miguel. La próxima vez que le visite espero poder darle más información y que me regale aquel libro fundacional de la UCD. Sí, el de las tapas grises. Aunque soy un sinvergüenza, no me atreví a pedírselo.
Atentamente y con un abrazo.