FERNANDO VALLESPIN-EL PAíS

  • En vez de ofrecerse propuestas sobre cómo salir de este laberinto para poder discutirlas entre todos retornamos una y otra vez a nuestras guerras familiares

El proceso de vacunación y sus contingencias nos ha puesto ante una situación nueva. Hasta ahora, y a medida que se fueron sucediendo las diferentes olas de la pandemia, se nos ha ido desvaneciendo la instancia a la que responsabilizar por los muchos errores cometidos en su gestión. Sobre todo, porque el éxito de las medidas no dependía solo de los poderes públicos, los ciudadanos también éramos, somos, corresponsables. Con la vacunación, sin embargo, la cosa cambia. Ahí la responsabilidad es enterita de las autoridades, los ciudadanos nos plegamos gustosos a sus designios; es más, acudimos como corderitos felices al pinchazo salvador. Ahora es cuando, por tanto, estamos plenamente legitimados a elevar nuestras protestas.

El problema es que no sabemos ante quién hacerlo. Si ya era difícil por la cuestión de la cogobernanza, ahora sí que es endiablado. Si miramos a la Comunidad Autónoma, esta dirá que la culpa es de quien debe de mandarle las vacunas, o sea, el Gobierno. Si dirigimos a él nuestra ira, se encogerá de hombros y señalará a la Comisión Europea, y esta última apuntará a las grandes farmacéuticas. Seguro que a todos puede imputárseles una parte de culpa, solo que ignoramos cómo repartirla. Del mismo modo que tampoco podemos estar seguros de que se siguen las directrices de los científicos. En parte, porque la ciencia no es omnisciente y se sujeta a sus propios mecanismos de ensayo/error; en parte, porque su traslación a la lógica de la política democrática significa operar con juicios y medios alejados de cualquier criterio de verdad.

Si saco este tema a colación es porque a partir de ahora ya es inevitable afrontar esta nueva complejidad marcada por la incertidumbre, la contingencia, la superposición de instancias decisión, la interferencia del poder de las grandes corporaciones. O por cómo se enlazan los discursos expertos con la voluntad ciudadana. La agenda del futuro inmediato, la pospandemia, ya tiene marcado en rojo el cambio climático, así que tendremos científicos para rato. Pero está también la cuestión de la supervivencia de la democracia. No solo por los populismos, sino porque su mismo fundamento normativo se está tambaleando. Recordemos que la democracia se sustenta sobre la idea de que un demos siempre debe ser capaz de decidir cómo quiere vivir, algo ya casi imposible en Estados postsoberanos tan sujetos a esa intrincada red de interdependencias, como ahora nos ha recordado el coronavirus. Y encima huérfanos de eficaces mecanismos de gobernanza global.

Estas cuestiones deberían centrar la conversación pública, porque no es la política que viene, es en la que ya estamos. Pero reina el silencio. Siempre parecen tener prioridad los hábitos de la vieja política que tan bien conocemos. En vez de ofrecerse propuestas sobre cómo salir de este laberinto para poder discutirlas entre todos retornamos una y otra vez a nuestras guerras familiares. Nos fogueamos con la munición conceptual de siempre, los temas que importan se acallan bajo el estruendo de la campaña electoral permanente, invariablemente centrada en desvirtuar al contrario. Nuestro espacio público es un páramo discursivo. Más que intercambiar ideas preferimos solazarnos con, sí, ¡Rociito!