No hacía falta ser el oráculo de Delfos para adivinar que el tema de la contrarreforma laboral iba a suponer un motivo de grave enfrentamiento dentro del Gobierno y de este con la patronal. Es evidente que necesitamos empleos y los necesitamos en abundancia para reponer los ya perdidos con la pandemia, los que resulten fallidos de los actuales en ERTE y los nuevos que nos faltan para enderezar nuestro paro tradicional de nivel siempre excesivo. En eso no hay discusión. Esta aparece cuando unos suponen que para crear empleos basta con desearlo y para que sean de calidad y estables es suficiente con actuar desde el BOE. Una manera de pensar que se convierte en un drama cuando quienes piensan así ocupan puestos destacados en el Gobierno.
No quieren darse cuenta de que la creación de empleo es una cuestión compleja que exige un entorno determinado, compuesto de un orden administrativo y de un entramado fiscal favorable; y de un apoyo social claro y contundente. Aparte por supuesto de unas condiciones económicas favorables que impulsen a la actividad.
El Gobierno se encuentra atrapado en un difícil dilema entre sus anteriores promesas electorales y sus compromisos de legislatura por un lado, y la endemoniada situación que nos ha provocado la pandemia por otro. Los deseo son legítimos, pero la cruda realidad es que este es un momento nefasto para endurecer las condiciones de la contratación. La vicepresidenta Calviño lo ve así y lo habla con Bruselas, de donde recibe indicaciones que llaman a la prudencia. La reforma laboral es materia inflamable y cualquier chispa puede provocar un incendio. Por eso se acerca a la patronal para rechazar las propuestas de su compañera de escalafón, la vicepresidenta Díaz, a quien sus orígenes y su ideología le empujan a la aventura, sin calcular los riesgos ni temer a las amenazas.
Se podrán hacer, y se harán, retoques puntuales en materia de contratos y en las políticas activas que son necesarias para enderezar la escandalosa situación del empleo de los jóvenes y de los mayores. Pero operar el cuerpo social con la sierra -quizás sería mejor decir la hoz- y el martillo en esta cuestión y estos momentos es una temeraria insensatez. Castigar a los empresarios es una tentación irresistible de las izquierdas progresistas, que cifran el progreso en ampliar los derechos de unos sin considerar las necesidades de otros. Máxime cuando son esos ‘otros’ sobre quienes recae la responsabilidad de arreglar el problema mediante la creación de empleos.