MARTÍN ALONSO ZARZA-EL CORREO
- El estudio profesional de la historia sustenta su compromiso de imparcialidad en los hechos y en comprender sus efectos materializados en las víctimas
El refrán ‘no hay mal que por bien no venga’ transmite una visión optimista de la realidad. El inverso, ‘no hay bien que por mal no venga’, menos usado, expresa la visión opuesta. Es un fenómeno incómodo constatar que gran parte de nuestro repertorio de conceptos es de doble uso: ‘¡Oh, libertad, cuántos crímenes se comenten en tu nombre!’. Cabe ampliar el cuadro de las incomodidades desde esta apreciación de Michael Halberstam: «La ironía de la historia es que el totalitarismo nace del mismo suelo que la moderna concepción de la libertad».
La memoria es un buen ejemplo de polivalencia. Es masivamente solicitada a la vez que ha sido puesta al servicio de objetivos muy dispares. Las organizaciones rusas Memorial y Pamiat reivindican relatos memoriales opuestos. Como escribe Tony Judt en ‘Postguerra’: «La memoria es intrínsecamente polémica y sesgada: lo que para unos es reconocimiento, para otros es omisión». A continuación se aíslan cinco estaciones (funciones o usos) de la memoria advirtiendo de la permeabilidad entre ellas.
Cabe comenzar por la propia negación ejemplificada por el ‘síndrome de Vichy’, etiqueta acuñada por Henry Rousso para designar la identificación de Francia con la heroica resistencia y la ocultación del colaboracionismo y la guerra civil. Se trata de un consenso que, desde De Gaulle a Miterrand -él mismo funcionario de Vichy- y con el beneplácito de una parte notable de historiadores -varios se negaron a testimoniar en el juicio de Maurice Papon-, sostenía que Vichy no era Francia. Luis Castells ha aplicado el esquema a la situación reciente en el País Vasco. Abundan los ejemplos.
Una segunda estación sería la memoria crediticia o competitiva. Ejemplo de ella son las disputas serbo-croatas sobre los muertos de Jasenovac, el ocultamiento del daño judío en la Polonia ocupada, el énfasis en los destrozos de los bombardeos aliados sobre la población civil alemana, el ritornelo de Paracuellos cuando se mencionan las fosas comunes, el empeño en acumular víctimas para un platillo del mapa vasco del sufrimiento; en suma lo que en inglés se denomina ‘whataboutism’ y que podríamos traducir por ‘y tú más’. Uno de los dividendos de la patrimonialización del victimismo es la desculpabilización. Si somos víctimas (de los otros, del conflicto, de las circunstancias) gozamos de inmunidad. Hoy Eric Zemmour propone la rehabilitación de Petain, y Alternativa por Alemania la abolición de la memoria del Holocausto.
La tercera variante se centra en la capitalización de agravios; conforma el síndrome de Al-Andalus o del destino robado. Es la tesis del historiador Marc Ferro en ‘Le ressentiment dans l’Histoire’. Sostiene Ferro que el resentimiento es una pasión difusa tan poderosa como la lucha de clases, el motor de la historia. Es como una herida sin cicatrizar que se trasmite de generación en generación y actúa como una bomba de relojería a través de los siglos. Lo había escrito antes J. Luis Vives: «Estos odios nacen de alguna derrota antigua, cuyo recuerdo no puede borrarse». Habría que completar esta lectura con el factor voluntarista: la memoria puede también alucinar recuerdos en pos de lo que podríamos denominar con El Quijote (1.ª, cap. XLIV) el arte de ofenderse.
Hay un elemento común a las tres versiones señaladas que fue observado por Charles Maier para prevenir contra la fascinación de la memoria: el uso de la memoria refuerza la identidad colectiva y mina el espíritu de cooperación y el universalismo. La movilización identitaria de la memoria resulta, en general, patológica.
Cruzamos el ecuador axiológico y encontramos la memoria terapéutica, aquella destinada a reparar daños. Un ejemplo es lo que Reyes Mate ha denominado justicia anamnética. Esta memoria dedicada a restañar heridas es la que inspira la fórmula para situaciones posconflicto: verdad, justicia y reparación. Al promoverla, la comunidad de referencia opera una compensación simbólica a los damnificados.
La estación siguiente sería la admonitoria, la función preventiva de la memoria. Refiere Stefan Zweig en ‘El mundo de ayer’que al borrarse las huellas de la guerra desaparece «el recuerdo de su horror en la memoria de los hombres». Es una preocupación profunda para Judt o Semprún: al eclipsarse en los jóvenes el recuerdo testimonial del horror, se pierde su poder profiláctico y la fuerza persuasiva del ‘nunca más’ y se torna plausible el ‘dictum’ de Santayana.
Hay una estación término, una linde para los avatares de la memoria: el estudio profesional de la historia, que de alguna manera sustenta los usos virtuosos y el deber cívico. La historiografía tiene un compromiso de imparcialidad sustentado en los hechos pero eso no la hace neutral. Al revés, conocer los procesos que llevaron a la catástrofe y comprender sus efectos materializados en las víctimas adquiere un profundo alcance moral porque invita a mantener la alerta ante eventuales derivas inciviles y contribuir a sostener sociedades decentes, es decir, que no permitan la humillación de ninguno de sus miembros.