SI USTED se entera de que un nuevo vecino es de tez pálida, compra mucho arroz, sonríe y se inclina ligeramente cuando se cruza con otro inquilino, es muy posible que crea más probable que trabaje como catedrático de Chino que como trabajador en grandes almacenes. Su juicio sería razonable, pero equivocado: hay muchísimos más trabajadores de grandes almacenes que catedráticos de Chino. El error es humano y, en su caso, no tiene mayor importancia. Bueno, no sólo es humano. Esa estadística intuitiva, falsa, está extendida en bastantes especies y tiene una base biológica (J. Eckert, The evolutionary roots of intuitive statistics).
A la evolución sólo le interesa la verdad cuando coincide con lo importante: la utilidad. En mitad de la sabana, salir corriendo al menor ruido, convenía más que entretenerse en pacientes comprobaciones. Simplificar era lo mejor. Por lo general, para ir por la vida, con esa estadística nos basta, como nos basta la falsa física que nos lleva a decir que el sol sale por la mañana y que los cuerpos caen. Lo malo es cuando esa ciencia de andar por casa se ejerce donde no se debe. Por ejemplo, cuando se firman recetas o sentencias judiciales. Sucede más de lo debido: médicos y jueces son dos gremios bastante entregados a las falacias estadísticas. Los médicos no pocas veces confunden la probabilidad de que teniendo una enfermedad se dé positivo en una prueba y la probabilidad de que dando positivo se tenga la enfermedad. Y a diario incurren en el sesgo de accesibilidad: si los tres últimos enfermos comparten un achaque tienen predisposición a atribuírselo también al próximo, con independencia de la importancia del achaque en el conjunto de la población. Los algoritmos, en ese terreno, están ganando por goleada. Y en los tribunales, casi peor.
El juicio de un testigo que atina, según se ha comprobado, en el 80% de los casos a la hora de distinguir entre dos colores (verdes y azules) de taxis que circulan en diferente proporción (respectivamente, 85% y 15%), cuando afirma que es azul el taxi responsable de un atropello, es muy poco fiable: no vale en el 80% de los casos, sino en el 41%. Y es que los jurados, como humanos que son, no tienen incorporado en su cableado mental el teorema de Bayes, tan contraintuitivo que al lector no lo queda más que creerse lo que le acabo de contar. Y, por lo que se ha visto con la ley de violencia de género, nuestro Tribunal Constitucional, tampoco anda muy fuerte al interpretar los datos, cuando justifica la desigualdad de trato penal a los individuos en virtud de la diferencia estadística del grupo (sexual) al que pertenecen: una falacia muy cultivada entre racistas.
No son tonterías. El mal uso de los buenos datos es una de las estrategias más habituales de los populistas. En todas sus variantes. Basta con ver lo sucedido con el debate en torno a la LIVG. Hace poco más de un mes, un grupo de organizaciones feministas, con notable presencia de juristas, después de establecer la poco discreta comparación según la cual «negar la violencia de género es como negar el Holocausto», apelaron a una serie de estadísticas (no siempre impecables) en defensa de puntos de vista que, en algunos extremos, resultaban razonables. Pero lo hacían de la peor manera. Así, para combatir opiniones xenófobas que recuerdan la procedencia de buena parte de los maltratadores, decían: «Esto también es mentira: más del 60% de los asesinos de mujeres en España son españoles».
Ante ese argumento hasta el lector más despistado se daba cuenta de que esa estadística, así, sin más consideraciones, avalaba la xenofobia. Y es que en España hay menos de un 10% de extranjeros. No pude por menos que acordarme de la teórica feminista Susan Brownmiller cuando le pidieron alguna evidencia en favor de sus tesis y respondió: «Las estadísticas vendrán. Nosotros proporcionamos la ideología; otras traerán las estadísticas». Razonamientos parecidos de Alfred Adler condujeron al joven Karl Popper a desconfiar del por vida en el psicoanálisis.
Por ahí asoma el peligro. Cuando se intenta defender con malas maneras las causas no es raro que la endeblez de los argumentos arrastre a las causas, incluso a las buenas causas. Recuerden el contexto que hace inteligible el desatino de las feministas. Estábamos en los primeros días del año y, como era previsible, comenzó el goteo informativo con el habitual tono del léxico deportivo, siempre a la búsqueda de algún récord: «Ya van 10 agresiones machistas en lo que se lleva de año». Según resulta habitual, el destacado explicativo era la condición sexual del agresor: varón. En algunos medios, bajo ese titular se incluye tanto al violador como al anciano, enfermo terminal, que mata a su madre imposibilitada. Al día siguiente, en medios que no le hacen ascos a la xenofobia, comenzó a circular una información escamoteada en la prensa del papel: todos los agresores eran extranjeros.
El nuevo dato complicó a muchos bienintencionados acostumbrados a presentar como argumentos lemas como toda la violencia doméstica es una violencia de hombres o los hombres son los que matan. Si dábamos como buenas estas inferencias había que aceptar como buenas sus equivalentes sustituyendo hombres por extranjeros. Después de todo, al precisar una característica compartida de los hombres violentos, se estaba ajustando el foco. Naturalmente, en ambos casos, estamos ante despropósitos argumentales. Para verlo piensen que en el último año se hubiese producido un único asesinato de una mujer a manos de su pareja y que ese asesino hubiese sido extranjero. Bastaría ese único caso para concluir que son los hombres los que matan o son los extranjeros los que matan.
La xenofobia no se combate cuando se escamotea la verdad. Al revés, se alienta. Y es que cuando se descubren las trampas, la reacción inmediata es entregarse a teorías conspirativas: quieren ocultar el peligro de la inmigración. Una teoría con su parte de verdad. Atina en el juicio de intenciones: se escamotea la información para contener la xenofobia. Y, aún más grave, cuando a los bienintencionados les muestran sus trucos no les queda sino enmudecer. Porque sí, han ocultado y manipulado los datos. Y además es verdad que lo han hecho con el propósito de combatir la xenofobia. Un proceder con un trasfondo intranquilizador: quien oculta el dato parece asumir el supuesto xenófobo de que hay un peligro en la inmigración. Por eso, quiere ocultarlo como quien oculta el peligro (real) de una epidemia. El resultado es el peor: queriendo combatir la xenofobia la alimenta. La xenofobia y todo lo demás. Porque en esas circunstancias no es raro que los votantes extiendan descontroladamente su desconfianza. La secuencia mental es conocida. Arranca con un «si me mienten o me escamotean la información es porque no quieren que me entere del peligro de la inmigración». De ahí pasa a «los otros, los que me recuerdan como son las cosas, tienen razón». Y ya, en la pendiente, se entrega al populismo: «Si la tienen en esto, la tendrán en todo».
LAS VERDADES a medias tienen las patitas cortas y, a lo sumo, garantizan victorias de media tarde ante las estrategias populistas. Si queremos quebrar la espiral que ceba a los populismos algo más que circunstancialmente, no queda otra que no ignorar los datos y desmontar el guion de los malos argumentos. Para empezar, debemos recordar que la etiqueta extranjero es una convención, un rótulo que no captura ninguna esencia natural. En el léxico de los filósofos de la ciencia: la condición de extranjero no es una clase natural. En ella se integran rumanos, norteafricanos, bolivianos, canadienses… y españoles cuando están en el extranjero. Inmediatamente debemos recodar que no es lo mismo la probabilidad de que un delincuente sea extranjero que la probabilidad de que siendo extranjero sea delincuente. Con etarras y vascos también funciona. Y, por cierto, no menos con hombres y violadores: si nos parecía absurdo extraer a partir de un solo asesinato la conclusión los hombres (o los extranjeros) matan es porque el dato se ha de tasar sobre el fondo del conjunto de la población, con los millones de hombres que ni matan ni violan.
Hace unos años se discutió mucho la pertinencia de introducir la asignatura Educación para la Ciudadanía. El propio encanallamiento del debate fue la mejor prueba de su necesidad. El primer trimestre, antes de los filósofos, deberían aparecer los matemáticos a introducir algunos conceptos estadísticos. No sé si el nacionalismo se cura viajando, pero estoy más que convencido de que el populismo se rebajaría con nociones elementales de estadística.
Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).