ABC-IGNACIO CAMACHO

El tejido institucional sufre una crisis de modelo en la que los tres poderes del Estado se han bloqueado al tiempo

EL gran problema de la España actual no consiste en que las instituciones hayan entrado en crisis sino en que no han logrado salir de ella. Mal que bien, el país, su economía y su sociedad civil sí han remontado, aunque con grandes costes y a duras penas, la recesión que hizo estragos hace una década. Sin embargo, el tejido político y administrativo del Estado sigue sufriendo las secuelas del shock que colapsó las estructuras del sistema. La esfera pública vive bajo una especie de síndrome de inmunodeficiencia, y esa vulnerabilidad ante cualquier situación de riesgo se ha vuelto endémica. La falta de reformas, que ya eran urgentes cuando estalló la quiebra, condena al fracaso todo intento de revertir la decadencia. De cada posible solución surge una dificultad nueva, con el agravante de que la renovación de la dirigencia y el surgimiento de otros liderazgos y de una distinta correlación de fuerzas ha debilitado aún más la capacidad de respuesta. En pleno ciclo crítico, con un conflicto de secesión sin cerrar y una desaceleración económica en puertas, las élites se centran en un estéril revisionismo del pasado y en huecos debates de brocha gruesa. Carente de impulso y de ideas, el modelo ha dejado de funcionar y se mueve por pura inercia.

Quizá nunca en esta democracia se haya producido un bloqueo simultáneo de los tres poderes como el de este momento. El ejecutivo no tiene otro horizonte que el de alargar hasta donde pueda la estadía provisional de su débil Gobierno. El legislativo simplemente no puede legislar –aunque casi es mejor que no lo haga– por ausencia de acuerdos y por su propio fraccionamiento, y sus miembros tratan de sacudirse la atonía a base de tremendismo dialéctico. Y el judicial se ha autolesionado con el sainete de las hipotecas y el obsceno juego de interferencias políticas en su Consejo. La Corona, último factor de estabilidad y la única institución que ha estado a la altura de los acontecimientos, está sometida a un acoso populista cada vez más abierto. El cuadragésimo aniversario de la Constitución va a celebrarse en un ambiente cataléptico en el que el activismo de sus enemigos parece más vigoroso que la melancólica defensa del proyecto. Entre otras razones porque ha desaparecido el factor de cohesión que la hizo posible: el consenso.

Este inquietante marasmo no lo va a solucionar un adelanto electoral si no se produce un cambio de registro. Que no estriba sólo en una mayoría de otro signo sino en una inyección de aliento, un compromiso que supere la inestabilidad connatural a la ruptura del bipartidismo y retire a nacionalistas y separatistas su condición de gozne decisivo. El paradigma moderado del 78 corre peligro porque la socialdemocracia está abandonando el bloque del constitucionalismo. Y la regeneración de ese sistema herido pasa por el restablecimiento de una masa crítica que ocupe el vacío.