RODRIGO TENA ARREGUI, EL MUNDO – 18/11/14
· El autor considera que para resolver el problema soberanista planteado el 9-N ha de hacerse una reforma constitucional que no se limite a la cuestión territorial sino que fortalezca los resortes del Estado de Derecho.
El pasado día 9 de noviembre asistimos a un simulacro de referéndum de independencia en Cataluña, con el decidido apoyo de la Generalitat y de otras administraciones públicas dirigidas por partidos políticos favorables a la consulta, pese a la rotunda prohibición al respecto por parte de los órganos competentes de nuestro Estado de Derecho. «Lo peor que ocurrió el 9-N fue la visibilidad de la debilidad del Estado de Derecho, sobre todo en Cataluña», afirmaba en un tweet Sociedad Civil Catalana. Tienen razón. Pero ese innegable dato ha suscitado entre los no partidarios básicamente dos tipos de reacciones: la de los que creen que el Estado ha pecado por inactividad al permitir una transgresión tan manifiesta de sus decisiones y exigen una respuesta contundente, y la de los que consideran que ahora hay que dejar al Derecho un poquito al margen y que éste es el momento de la política.
Nosotros, la verdad, consideramos que lleva siendo el momento de la política desde hace muchos años, aunque algunos se caigan ahora del guindo, pero que entender que en un Estado de Derecho cabe la política sin Derecho es algo extraordinariamente peligroso. La política sin Derecho nos puede llevar a cualquier sitio, como dejó bien claro Clausewitz hace muchos años al afirmar que la guerra es la política por otros medios. Así que vamos a intentar hacer un esfuerzo de encauzar la imprescindible reacción política por la vía del Derecho, la única posible en un régimen que aspire a llamarse democrático.
Para recapitular un poco es necesario distinguir, siguiendo la terminología propia de los juristas, la lege data de la lege ferenda, aunque por lege deben entender ustedes Constitución. Es decir, lo que ahora es posible con nuestro actual marco constitucional, de lo que debería ser posible y respecto de lo cual cabría incluso llegar a un consenso bastante mayoritario.
Con el Derecho vigente las posibilidades reales de resolver este conflicto son remotas, por no decir prácticamente nulas. Los partidos soberanistas piden un referéndum «legal» y, en caso contrario, amenazan con unas elecciones plebiscitarias que conducirían a la independencia por la vía de los hechos consumados. Por su parte, el Gobierno, aunque quisiera (que no quiere) no puede consensuar un referéndum de independencia respecto de ningún territorio sin modificar la Constitución. Si la amenaza se consuma y el Parlament, después de unas elecciones victoriosas, declara la independencia sin más, entraríamos en un caos monumental caracterizado por la ausencia práctica de Derecho y de seguridad jurídica en el que todos perderíamos y cuya solución final sería impredecible.
La intervención directa del Gobierno por la vía del art. 155 de la CE no garantiza ninguna solución sencilla frente a un caso de desobediencia generalizada, aparte de que no haría otra cosa que aplazar el problema. Por otro lado, la actuación meramente judicial de tipo penal por parte del Estado no tiene peso suficiente como para desactivar esa amenaza. No decimos que no haya que ejercitar las acciones pertinentes, al contrario –la decisión de hacerlo no es optativa ni puede ser matizada por criterios de oportunidad si efectivamente se está infringiendo la ley– sino, simplemente, que no va a ser suficiente, teniendo en cuenta además los plazos que maneja nuestra judicatura.
De Constitución data, la única solución fácil (y ojo, probable, si entendemos que a los políticos les tira extraordinariamente lo fácil) es conceder a Cataluña un pacto fiscal parecido (cosméticas aparte) al vasco, ya sea por la vía de permitir una recaudación total propia con cesión al Estado de una parte testimonial por «servicios comunes», o pactando un cupo directamente. Convergència podría vender ese pacto como una solución provisional sin renunciar en el futuro a nada (para salir del atolladero en que ellos solitos se han metido) y el Gobierno del PP podría también intentarlo como una solución provisional sin renunciar en el futuro a casi nada (para salir del tremendo lío que su incuria de años ha permitido).
Pero se trataría de una salida en falso, porque los que con ello renunciaríamos a mucho seríamos el conjunto de los españoles. Sumar a Cataluña al grupo de los ricos insolidarios, en el que ahora se encuentran cómodamente instalados el País Vasco y Navarra, sería renunciar definitivamente a llamar a esto simplemente un Estado viable, todavía menos uno de Derecho. El mantra de que el cupo o las cesiones se pueden calcular correctamente para no generar agravios comparativos es un cuento chino que la experiencia ha refutado y que no se lo creen ni quienes lo proponen. Si se busca la justicia y la proporción hay soluciones más simples que acudir a estos subterfugios. Por ese motivo, ceder a estas demandas sería quebrar por la puerta de atrás los propios fundamentos de nuestro orden constitucional (fundamentalmente el art. 1.1 en referencia a la «igualdad», hoy ya bastante maltrecha). Esta decisión sería inasumible y la conservación de la integridad territorial no la compensa desde ningún punto de vista, especialmente desde el punto de vista de los ciudadanos españoles, que es el prioritario.
La solución, por tanto, pasa por una reforma de la Constitución. El Gobierno no quiere ni plantearla porque dice que todos quieren reformarla, sí, pero en sentidos radicalmente divergentes y que el fracaso está asegurado. Nosotros no estamos de acuerdo. Pensamos que es posible llegar a un acuerdo de reforma constitucional que involucre a todos (o al menos a una gran mayoría) sobre las siguientes bases:
1.– La reforma no puede limitarse al tema territorial. Es necesario aprovecharla para regenerar nuestro maltrecho Estado de Derecho, adoptando las cautelas que aconseja la experiencia de derribo de nuestras instituciones durante estos años de hojalata. Es necesario garantizar un Tribunal Constitucional prestigioso y una judicatura responsable e independiente, una Administración profesional, y unos órganos de control que –milagro– controlen efectivamente. Por supuesto, todo ello pasa por una reforma del funcionamiento de nuestros partidos y del régimen electoral que acabe con nuestra partitocracia cleptocrática, tanto en Cataluña como en el resto de España. Mucho está escrito en nuestra actual Constitución, pero está visto que no ha sido suficiente.
2.– Es imprescindible suprimir los regímenes fiscales privilegiados del País Vasco y Navarra. No es de recibo que las Comunidades más ricas del país no sólo no contribuyan sino que sean perceptoras netas. Invocar a estas alturas «la historia» o «los fueros» causa simplemente sonrojo. Es necesario diseñar un régimen de financiación justo y equilibrado, conforme al cual aporten más (dentro de lo razonable) quienes más tienen.
3.– Debe crearse un Estado de tipo federal mucho más ordenado que el actual. Con competencias claramente definidas entre el Estado federal y los Estados federados (o entre el Estado y las comunidades autónomas), que pueda permitir, incluso, en función de la población de cada comunidad y de su capacidad de gestión (no de su pasado «histórico», que sospechamos que todos tenemos el mismo) que unas asuman más competencias que otras.
4.– Ello implica un nuevo pacto constitucional, por lo que –por una sola vez– habría que dar la oportunidad de secesión a aquellas comunidades que piensen que estarán mejor solas, estableciendo al efecto un procedimiento claro –en los términos de la Ley de Claridad canadiense– en el que con unas mayorías reforzadas (porque para romper un país para siempre no vale la mitad más uno) puedan ejercitar su opción de salida.
5.– Para diseñar este proyecto en detalle debería formarse una comisión integrada por personalidades de prestigio que empezase a trabajar al respecto desde este instante. Los políticos de este país han ya dado demasiadas muestras de incompetencia como para escribir la letra de esta canción. Por supuesto que deben marcar los principios, tutelar el proceso y asumir sus consecuencias –faltaría más, esto es una democracia– pero no tienen por qué descender al detalle desde el minuto uno. Es imprescindible seguir el ejemplo de otras democracias avanzadas que no han dudado en crear comisiones de expertos para casos parecidos.
Esto es política conforme al Derecho. Y, mientras tanto, que los órganos competentes del Estado se limiten a aplicar el Derecho vigente y a ejercer su monopolio de la violencia. No pueden hacer otra cosa.
Rodrigo Tena Arregui es editor del blog ¿Hay Derecho? y coautor del libro ¿Hay Derecho? La quiebra del Estado de Derecho y de las instituciones en España (Atalaya).
RODRIGO TENA ARREGUI, EL MUNDO – 18/11/14