ANA CARMONA CONTRERAS-EL PAÍS

  • Las hipotéticas responsabilidades por una guerra sucia judicial se deben sustanciar ante los órganos jurídicos competentes y no en comisiones parlamentarias de investigación. Preservar la separación de poderes así lo exige

El acuerdo suscrito entre el Partido Socialista y Junts per Catalunya el pasado mes de noviembre incorpora un buen número de contenidos polémicos. Entre ellos, merece una especial atención el referido a la creación de comisiones parlamentarias de investigación para determinar la existencia de lawfare o judicialización de la política en relación con las investigaciones judiciales relacionadas con el procés. Según reza el texto del acuerdo, de corroborarse la instrumentalización con fines políticos de dichas causas jurisdiccionales, las conclusiones alcanzadas no solo “se tendrán en cuenta en la aplicación de la ley de amnistía”. Asimismo, se abre la puerta a que las consecuencias derivadas de las mismas “en su caso, puedan dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas”. Esta iniciativa merece una valoración abiertamente negativa en términos constitucionales, tanto por cuestionar el principio de sometimiento del poder judicial a la Constitución y el resto del ordenamiento como por el profundo desconocimiento que demuestra sobre las funciones atribuidas a las comisiones parlamentarias de investigación.

En España, la Constitución proclama, asumiendo un valor esencial del Estado de derecho, que los jueces y magistrados que integran el poder judicial son “independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley” (artículo 117.1 CE). El desarrollo de sus funciones —”juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”—, por lo tanto, se rige en exclusiva por parámetros jurídicos. Es así y no puede ser de otra forma, porque para el caso de que un juez se aparte del terreno de lo jurídico en la resolución de un caso sometido a su jurisdicción, dejándose guiar por consideraciones políticas o de otra índole, se prevén mecanismos para depurar tal irregularidad y exigir la correspondiente responsabilidad. Por lo tanto, si se prueba que una sentencia ha sido dictada a sabiendas de su carácter injusto, por no estar basada en derecho, estaremos en presencia de un delito de prevaricación judicial, castigado con severas penas por el Código Penal. Porque, no nos engañemos, al traer a colación sospechas de lawfare o apelar a la judicialización de la política cuando se juzgan causas relacionadas con cuestiones políticas, se está dando pábulo a la hipótesis de que los jueces se han prevalido de su condición para castigar injustamente conductas dotadas de relevancia penal. Resulta legítimo que el independentismo se interrogue sobre la posibilidad de un uso espurio de la justicia en la persecución de determinadas actuaciones que han merecido reprobación jurídica. Que se disipe toda sombra de duda sobre si se han producido supuestos de prevaricación u otras irregularidades en las causas judiciales de las que han sido parte, además, es imperativo en todo Estado de derecho. Ahora bien, para despejar las aludidas sospechas no vale cualquier medio, debiendo acudir a los cauces legalmente establecidos. Y puesto que dichos cauces se circunscriben al ámbito judicial, en modo alguno pueden las comisiones parlamentarias de investigación asumir tal función. Asimismo, para el caso que se hubieran producido infracciones merecedoras de reprobación disciplinaria, su constatación y sanción tampoco corresponderían a dichas comisiones, sino al Consejo General del Poder Judicial (titular exclusivo de tal potestad).

Pueden investigar “cualquier asunto de interés público” las comisiones de investigación que se creen en el Congreso, en el Senado o, con carácter conjunto, en las Cortes Generales (artículo 76.1 CE). Al ser órganos de naturaleza política (su creación debe ser aprobada por la mayoría parlamentaria), no cabe perder de vista que su actividad no resulta equiparable a la que llevan a cabo los órganos judiciales. Precisamente por ello, la Constitución prevé que sus conclusiones no resultan “vinculantes para los tribunales, ni afectarán a las resoluciones judiciales”. Ahora bien, en la hipótesis de que los resultados obtenidos arrojen indicios de conductas contrarias a la ley, estos se pondrán en conocimiento del “Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda, de las acciones oportunas”. Con la finalidad de favorecer el adecuado desempeño de sus tareas, la comparecencia solicitada por una comisión de investigación resulta obligatoria para sus destinatarios (artículo 76.2 CE), los cuales incurrirán en un delito de desobediencia grave en caso de incumplimiento.

Trazados los rasgos configuradores básicos de estos órganos parlamentarios, cabría estimar, como ha sido puesto de manifiesto desde el independentismo catalán, que nada impide su creación para dilucidar supuestos de prevaricación o irregularidades jurisdiccionales aludidas, al tratarse de un asunto dotado de indudable de interés público. Asimismo, que los jueces citados a comparecer ante las mismas estarían obligados a hacerlo, ya que de lo contrario incurrirían en responsabilidad. Y, en último lugar, que si se verificase que, efectivamente, se han producido casos de lawfare, se deberá poner en conocimiento de la Fiscalía para que actúe en consecuencia.

La realidad constitucional de la cuestión, empero, resulta diametralmente opuesta a esta percepción. En primer lugar, porque como ha manifestado expresamente el Tribunal Constitucional las comisiones parlamentarias de investigación no pueden ejercer “funciones constitucionalmente reservadas a los órganos judiciales” (STC 77/2023), incluyéndose entre estas “la declaración de hechos constitutivos de delito”. La imposibilidad señalada aparece directamente conectada con la circunstancia de que tales comisiones emiten “juicios de oportunidad política”, por lo que “carecen jurídicamente de idoneidad para suplir la convicción de certeza que solo el proceso judicial garantiza” (SSTC 46/2001 y 133/2018). Por lo tanto, la tarea de fiscalización parlamentaria no puede consistir en “calificar jurídicamente eventuales actos o conductas punibles, ni efectuar una imputación o atribución individualizada a los sujetos investigados”, ya que esta actividad es propia y exclusiva de los procesos judiciales. Ni que decir tiene la importancia esencial que juega en este planteamiento el debido respeto al derecho fundamental a la presunción de inocencia, puesto que con el desempeño de las actividades vedadas se produce un serio cuestionamiento del mismo al margen de las garantías que brindan los procesos judiciales.

En todo caso y a pesar de lo expuesto, no puede descartarse que la propuesta de la creación de comisiones salga adelante gracias al respaldo manifestado por la mayoría del Congreso. En tal caso, ya se ha anunciado que serían convocados a comparecer aquellos miembros de la judicatura sobre los que recaen las sospechas de lawfare, algunos de los cuales ya fueron expresamente señalados en una reciente intervención ante la Cámara baja por Miriam Nogueras, portavoz de Junts. Tal eventualidad ha merecido el rechazo unánime del Consejo General del Poder Judicial, que ha recordado que la ley impone a las autoridades civiles y militares la obligación de abstenerse “de intimar a los jueces y magistrados y de citarlos para que comparezcan a su presencia”. La preservación de la independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional es la clave explicativa de la oposición manifestada, cerrando el paso a la interferencia de otros poderes estatales sobre el judicial. Consecuentemente, si se formulasen solicitudes de comparecencia a jueces y magistrados, el Consejo no las autorizará en ningún caso. Los citados, por lo tanto, no estarán obligados a comparecer y, lo que es más importante, de su negativa no se derivará ninguna responsabilidad jurídica.

Actúa en términos institucionalmente correctos el ministro de Justicia cuando reivindica la independencia de la judicatura y manifiesta el compromiso del Gobierno con el poder judicial. Cabría esperar, sin embargo, que tan positiva —y, por lo demás, lógica— actitud superase el terreno de lo meramente teórico para adquirir un contenido efectivo. Así sucedería si, obviando lo acordado, el Ejecutivo se negara a apoyar la creación de estas comisiones de investigación, apartándose de lo pactado y abogando para que las hipotéticas responsabilidades judiciales se sustancien ante los órganos competentes. El respeto a nuestro Estado de derecho así lo exige. La preservación de la separación de poderes, también. Hasta aquí llega el razonamiento en clave constitucional. Veremos qué nos depara la realidad política.