IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Israel es una nación acostumbrada desde hace siglos a la autodefensa. Es la clave de su comprometida supervivencia

Israel es un Estado rodeado de enemigos cuya intención declarada consiste en destruirlo. Arrojar al mar a los judíos, según la inequívoca expresión con que ellos mismos formulan de modo explícito su voluntad de exterminio. Esta situación objetiva no prefigura ningún veredicto moral sobre el largo contencioso palestino, cuya complejidad escapa al habitual esquematismo con que la mentalidad occidental tiende a pronunciarse sobre cualquier conflicto. Tampoco ayudan a la causa israelí los frecuentes excesos de violencia, en ocasiones rayanos en el ensañamiento, con que la superioridad militar hebrea responde a las agresiones que el país sufre con frecuencia; esa furia le granjea mala reputación en una opinión pública europea dominada por un sesgo de izquierda. Pero los interesados son perfectamente conscientes de que su apego a la vieja ley del Talión, amplificada a menudo con réplicas de enorme dureza, tiene mala prensa; sólo que les da igual porque entienden que está en juego su supervivencia. Viven en perpetuo estado de guerra y les traen sin cuidado las manifestaciones de condena. Llevan siglos acostumbrados a practicar la autodefensa.

La evidente desproporción de fuerzas tiende a hacer olvidar que los comandos de Hamás, aunque se autodenominan con el ennoblecido apelativo de milicias, son el brazo armado de una organización terrorista capaz de disputarle a Hezbollah el liderazgo regional de las guerrillas asesinas, y que a base de fanatismo fundamentalista ha conseguido establecer su hegemonía en Gaza frente al moderantismo relativo de la antigua Autoridad Palestina. El ataque de esta semana está planificado como una verdadera ofensiva, con dos mil cohetes lanzados y decenas de infiltrados atentando al unísono contra la población civil judía. Su ‘mérito’ consiste en haber pillado por sorpresa a los afamados servicios de inteligencia de una nación en permanente estado de alerta que no ha bastado para prever la tormenta.

A los enfermos de hemiplejía ideológica y a los espíritus biempensantes conviene recordarles que se trata de una feroz embestida contra una democracia, la única en una zona de regímenes autoritarios musulmanes. Y que en un escenario tan delicado las consecuencias pueden ser entre graves y muy graves. El orden de la paz mundial no atraviesa un momento precisamente estable y dos contiendas simultáneas, no demasiado lejanas entre sí, pueden superar las ya de por sí débiles capacidades diplomáticas internacionales. El asunto es bien serio porque el tablero geopolítico actual está para pocos zarandeos, y menos en un punto de esencial relieve estratégico como el que representa desde hace décadas Oriente Medio. Pero este problema no va, o no sólo, de un pueblo oprimido en lucha por sus derechos. Va de una sociedad libre y abierta establecida sobre un hervidero y cuya propia existencia está en permanente riesgo.