Ignacio Camacho-ABC

  • La trágica cadena de fallos iniciales fue el presagio de una reconstrucción empantanada en el colapso burocrático

Un mes después de la tragedia ha desaparecido buena parte del barro pero la población afectada se desespera por la dilación de los trabajos de limpieza y el empantanamiento burocrático donde las ayudas prometidas se enredan. Inquieta el precedente del volcán de La Palma: tres años y muchos vecinos todavía sin vivienda. Decenas de miles de niños siguen sin poder ir a la escuela (o tienen que hacerlo muy lejos) y en algunas zonas se perfila una Navidad sin energía eléctrica. El Ejército tiene ocho mil efectivos fajándose sobre el terreno aunque la gente se queja de que no bastan para tanta y tan dura tarea, sin otra respuesta que la desabrida falta de empatía de la ministra de Defensa. Los voluntarios, honor y gloria al compromiso cívico de esa denostada ‘generación de cristal’, hacen lo que pueden por su cuenta mientras les duren las fuerzas. La reparación de las infraestructuras dañadas ha avanzado bastante –Óscar Puente sí se ha movido con diligencia y es de justicia reconocérsela– pero queda mucha faena. Nadie se engaña al respecto; desde el principio era obvio, por las proporciones de los estragos, que la reconstrucción iba a ser lenta. Lo que desazona es la descoordinación de los servicios, la sensación de desamparo y de impotencia. Y sobre todo, la constatación de que el dinero de las indemnizaciones no llega y de que las instituciones carecen de agilidad o de competencia para resolver los problemas.

Los hechos posteriores están confirmando que el desgobierno de las primeras horas de la catástrofe fue una suerte de presagio. Aquella cadena de fallos anunció una grieta sistémica, un colapso del Estado en su función primordial de proteger la vida y los bienes de los ciudadanos. Entonces se extendió la impresión de que la inacción de las autoridades –unas por negligencia del mando, otras por execrable cálculo táctico— había multiplicado el caos; ahora la ira de los momentos iniciales empieza a dar paso a un estado de ánimo basculante entre el abandono y el desengaño. La devastadora percepción de que la política es incapaz de atender de modo satisfactorio la responsabilidad de sus compromisos básicos. No se trata sólo de que la restauración de una mínima normalidad, siquiera provisional, vaya retrasada; es que nadie en la clase dirigente parece haber aprendido nada de esta desgracia, ni ha dado la menor muestra de preocuparse por la prevención de una nueva DANA pese a la evidencia de que esta clase de tormentas, y sus secuelas en forma de riadas, van a ser cada vez más frecuentes en una cuenca mediterránea necesitada con urgencia de obras hidráulicas. Si se generaliza esa conciencia pesimista, ese malestar que cunde en la sociedad valenciana, existirá riesgo de una grave quiebra de confianza en la idoneidad operativa de las estructuras democráticas. Y ya han comenzado a calentar en la banda los oportunistas profetas de la desesperanza.