- El autor echa en falta una reflexión sobre cuál debe ser el papel del Estado en las sociedades modernas, un vacío que se ha acrecentado con los retos que plantea la pandemia.
Cualquiera que sea la perspectiva con la que queramos afrontar el análisis del Estado —sociológica, económica…— siempre habremos de tropezar con la consideración del mismo como necesidad irremediable del marco colectivo: el Estado no es algo deseado, el Estado es imprescindible. Y es así porque fuera de él, aunque con demasiada frecuencia lo olvidemos, solamente reside la naturaleza en su más nítida representación hobbesiana: la violencia, la muerte, el caos, la primacía de los fuertes…
En un primer estadio, esa tutela del «interés general» se establecía como un pacto impuesto entre el soberano absoluto y el pueblo necesitado de la evitación de la violencia permanente extramuros; más tarde, la relación entre el Estado y el ciudadano —que dejó de ser súbdito— invirtió su fuente de validez, convirtiéndose el pueblo en un legítimo acreedor de las prestaciones —seguridad, gestión económica y presupuestaria…— del Estado y su maquinaria ejecutiva —la Administración y sus funcionarios—. La última estación en ese viaje desde la noche de los tiempos hasta la contemporaneidad: nuestro Estado social y democrático de Derecho; así lo reza el primer precepto de nuestra Constitución.
España continúa en esa «hibernación económica» que el Gobierno presentó como transitoria en días
La creciente complejidad del presente, del contexto en el que habitamos, de las formas de relación de los seres humanos, no ha llevado pareja, sin embargo, una reflexión seria y prudente sobre cuál debe ser el papel del Estado en la sociedad occidental de la tecnología, la globalización económica y el bienestar. Los postulados clásicos, desde Fukuyama y su «cierre histórico» hasta la actualidad, han sido huérfanos de una auténtica teoría política contemporánea que examine con rigor y detalle qué es y cómo se comporta el Estado del siglo XXI, qué esperamos los ciudadanos de él, y si podrá asumir los desafíos de una sociedad en proceso de desintegración constante.
Y es justo desde la comprobación de ese vacío teórico cuando una enfermedad global como el coronavirus SARS-CoV-2 ha conducido al Estado a su situación más límite y extrema, midiendo su reacción comparada con otras organizaciones nacionales e internacionales, haciendo cabalgar las pautas sagradas de la economía de mercado y colocando la mirada del ciudadano en su estructura de tutela del interés colectivo como en ninguna ocasión reciente se recuerda. El Covid-19 es, desde la II Guerra Mundial, el último reto para la afirmación de la eficacia del Estado, pero el interrogante que éste debe salvar, no obstante, permanece inalterado desde el arranque de la historia: ¿sirve para algo el Estado?
Sí, la lógica de las cosas opera siempre con una premisa condicional: la utilidad de esas cosas a un propósito. La pregunta servida: ¿está siendo el Estado occidental útil a sus fines?
La cuestión anterior, para ser resuelta con acierto, exige desde luego de la formulación y contestación de otras preguntas preliminares: ¿cuáles son las funciones básicas del Estado? ¿qué dimensión debe tener la Administración? ¿qué criterios deben seguirse para priorizar algunas políticas públicas y demorar otras? La existencia de ideologías y la confrontación de ellas en el foro social convierte en pasto para el disenso la inmersión teórica anterior, no obstante, el juicio de utilidad al Estado sí encuentra un punto común de análisis; de nuevo: la comunión de intereses.
No exenta también de cuestionamiento —como toda esta materia en la que se mezcla lo sentimental con lo práctico— la salvación de la comunión de intereses ha de admitirse, en el contexto actual, como un ejercicio de alta política que requiere necesariamente de la atención principal a un dato que no puede permanecer más tiempo desapercibido: que España continúa en esa «hibernación económica» que el Gobierno presentó como transitoria en días y que la realidad ha ratificado en meses.
Dentro de décadas se juzgará al Estado por su capacidad para salvaguardar los intereses de la ciudadanía
La legislación y demás normativa aprobada desde marzo por el Ejecutivo —a través de Reales Decretos-leyes, en su mayoría— y por las Cortes Generales sólo evidencia una nota: la postergación constante de la catástrofe económica. La exclusión de la presentación de concursos de acreedores o la prórroga infinita de los expedientes de regulación temporal de empleo sólo pueden calificarse como medidas de huida hacia delante, cortoplacismo ejecutivo para el que ganar tiempo es más importante que saber qué hacer con ese tiempo.
La crisis del Covid-19 es una crisis del concepto de Estado, y lo es en su raíz: la acción política —definitoria de la organización humana— ha sido sustituida por una pasividad culpable que prioriza el objeto de detentación a la detentación misma; como en el retrato de Dorian Gray, temerosos de la decrépita verdad que nos aguarda a todos, hemos pactado con el tiempo la devolución de un reflejo que nos permite olvidar quiénes somos realmente; el problema, como en el protagonista de Wilde, es el mismo: que los segundos avanzan, y nosotros con ellos.
Dentro de décadas se juzgará al Estado, como a lo largo de toda la historia, por su capacidad para ser útil a su destino y finalidad primordial: la salvaguarda de los intereses de la ciudadanía, de quienes legitiman con su individualidad la acción total de una organización política que se vertebra sobre su capacidad de ejercicio. Ejercicio político —con leyes, actos y liderazgo— como herramienta frente a la adversidad consustancial a la evolución de los acontecimientos; acción política para hacer de la nada un todo y de la crisis una oportunidad.
La gran tragedia de la ausencia de reflexión teórica sobre el concepto de Estado en las últimas décadas no radica en el vacío académico o en el polvo de las bibliotecas, el problema que esconde la inercia con la que hemos aceptado acríticamente la evolución de nuestra organización humana paradigmática es que ahora afrontamos una crisis global con un instrumento de vertebración nacional —el Estado— que confunde sus deseos con los hechos, y en esa confusión inconsciente comprueba que su operatividad —su acción— se encuentra diluida por la tensión entre lo irremediable y el deseo diabólico del poder de seguir siendo eso mismo: poder.
El silbido de la flecha mordiendo ferozmente la diana. Maquiavelo nunca acertó tanto: el Estado no es poder… el poder es Estado… Y hoy el nuestro, desgraciadamente, contempla su encrucijada: elegir entre la acción o la inacción, entre el poder o la nada.
*** Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.