ETA y los suyos han buscado la deslegitimación del marco estatutario acosando ideológicamente al PNV. A partir de 1998 se convencieron de que habían ganado esa batalla. El acuerdo de Lizarra supuso la culminación de la desafección del nacionalismo con el Estatuto y el inicio de una estrategia para su superación que, once años más tarde, ha terminado en fracaso.
La izquierda abertzale lleva más de diez años jactándose de haber provocado la crisis del marco autonómico y de haber obligado al PNV a replantearse su apoyo al Estatuto de Gernika, un apoyo que en la transición hizo que se bifurcaran los caminos de ETA y del resto del nacionalismo.
La banda etarra ha justificado su actividad terrorista durante los últimos treinta años como un combate contra el modelo estatutario (y el Amejoramiento navarro) y contra las instituciones políticas de la autonomía. ETA y los suyos han buscado la deslegitimación del marco acosando ideológicamente al PNV. A partir de 1998 se convencieron de que habían ganado esa batalla.
Preocupado por no dejar flancos descubiertos a su izquierda, el PNV ha practicado el estrabismo político, con un ojo puesto en la gestión del Estatuto, como principal beneficiario del marco, y con el otro mirando a ETA y a los que cuestionaban las instituciones. En tanto que primer partido que ha estado durante 29 años al frente del Gobierno vasco, ha sido el principal responsable de la gestión estatutaria, pero al mismo tiempo no ha hecho suficiente trabajo ni pedagogía para extender la legitimación social del texto de Gernika, transfiriendo, eso sí, la responsabilidad al Gobierno central por no haber completado su desarrollo.
El PNV ha preferido presentar el Estatuto como una meta temporal dentro de la larga marcha hacia la independencia, en lugar de presentarlo como el punto de encuentro que hacía posible la convivencia entre diferentes opciones políticas. En lugar de defenderlo como texto fundacional del autogobierno, el PNV ha optado por destacar más los defectos que las virtudes del Estatuto, alimentando la insatisfacción de muchos de sus seguidores y reafirmando la oposición de la izquierda abertzale.
El partido mayoritario ha actuado como el sacerdote que pierde la fe, pero que sigue al frente de la parroquia, ejerciendo sin convicción su ministerio, pero sin abandonar la casa cural ni mucho menos las canonjías asociadas al cargo.
El acuerdo nacionalista de Lizarra supuso la culminación de la desafección del nacionalismo con el Estatuto, el reencuentro del conjunto de los que se proclaman abertzales y el inicio de una estrategia de superación del marco legal que, once años más tarde, ha terminado en fracaso. Ese fracaso pone en cuestión la actuación unilateral y confirma que sólo desde el consenso amplio y el pluralismo, tal y como se elaboró el Estatuto, es posible afrontar cualquier cambio que se quiera llevar a cabo.
Florencio Domínguez, EL CORREO, 27/10/2009