Jorge Vilches-Vozpópuli
- Conservar desde la oposición lo existente, el sistema político, la Constitución de 1978, es una tarea casi imposible cuando el Gobierno está decidido a cambiarlo todo por la puerta de atrás
Ábalos, ministro de Transportes y recepcionista de dictadores en Barajas, subió en Twitter un mensaje diciendo que la derecha, en referencia al antecesor del PP, había pedido la abstención en el referéndum del 6 de diciembre de 1978. Falso. ¿Puso el tuit por ignorancia o maldad? Si es lo primero tiene remedio. El problema es que se trataba de una muestra de maldad. El Gobierno socialcomunista siembra discordia y mentiras, inestabilidad y desconfianza, porque ese es su terreno de juego. Es ahí donde se hace fuerte una fórmula totalitaria.
Esa política hecha desde el Gobierno es imparable. Dispone de todos los recursos para hacer el cambio de la ley a la ley, impulsado por su discurso hegemónico y su nuevo bloque de poder. En 2018, la solución que tomó la crisis del sistema fue la deriva autoritaria, dando carta de legitimidad y protagonismo a los que hasta entonces eran los enemigos del orden constitucional. Lo hemos visto en la elección de socios del Gobierno para sus PGE.
¿Piensa alguien que es posible recuperar los niveles de aceptación de la monarquía que la institución, no la persona, tenía hace dos décadas?
La pregunta es si esto es reversible. La respuesta no es optimista. ¿Alguien cree a estas alturas que la situación de Cataluña o el País Vasco es reversible? ¿Que los independentistas van a tener una epifanía que hará que quieran la unidad de España y abandonen la pretensión de tener su propio Estado? ¿Piensa alguien que es posible recuperar los niveles de aceptación de la monarquía que la institución, no la persona, tenía hace dos décadas? ¿Hay quien crea que la clase política puede volver al sentido común y a la responsabilidad, que abandone el egoísmo de partido, y tienda al consenso político para la estabilidad? ¿En serio pensamos que la gente en plena crisis valora más la libertad que la protección estatal?
Jacob Burckhardt escribió que el poder monopoliza el uso del mal, al modo que décadas después Max Weber teorizó en referencia al Estado. El poder, contaba el historiador suizo, tiende a extenderse a costa de la libertad y del individuo y, por tanto, ese mal lo acaba impregnando todo. El futuro no es precisamente halagüeño si el poder, o el Estado confundido con el Gobierno, se expande sin freno. Por eso, decía Burckhardt, es una trampa considerar que el progreso humano identificado con la libertad es compatible con el fortalecimiento sin fin del poder. Esta es la situación actual. Esta es la esencia del pesimismo político.
Bases de la convicencia
El sistema político de la Constitución de 1978 descansaba en tres pilares formales y uno espiritual. Esos tres eran la monarquía parlamentaria, la unidad de España y el Estado de las Autonomías. El espiritual era que la política no tocaba lo político; es decir, que las iniciativas de los grandes partidos no suponían la ruptura de las bases de la convivencia, porque el amigo era el adversario, mientras que el enemigo era el rupturista.
No queda nada de eso. La forma de Estado se ha convertido en una cuestión de partido, no nacional, y solo una parte defiende al Rey y lo que simboliza. España ha dejado de ser el orteguiano proyecto de vida en común para ser un obstáculo a las ambiciones de antiguos partidos nacionales como el PSOE y para sus socios de gobierno. En consecuencia, las Autonomías se perciben como una forma fallida del “problema regional”.
El Rey no es visto como árbitro y emblema de los mejores valores democráticos, como la convivencia basada en el respeto a la ley, a la libertad y a los derechos humanos
En el momento en que Felipe VI se ha convertido en arma arrojadiza, en carne de mensaje partidista, se aleja su figura de la esencia política de la institución. En esa deriva, el Rey no es visto como árbitro y emblema de los mejores valores democráticos, como la convivencia basada en el respeto a la ley, a la libertad y a los derechos humanos. De esta manera la monarquía entra en el debate político al mismo nivel que cualquier cuestión, tal y como quieren los antimonárquicos.
Además, cuando el democratismo se ha convertido en religión, aparenta ser más legítima una votación de última hora que un referéndum nacional sobre el conjunto del sistema político. Es el mismo caso que el timo del 12 de abril de 1931: unas elecciones municipales perdidas por los republicanos se interpretan como una consulta sobre el régimen, y validan que un grupo que nadie había elegido asuma el Gobierno para proclamar lo que nadie había votado.
‘La nueva era’
Hoy tenemos a un lado al Gobierno socialcomunista exigiendo una unidad que en realidad es sumisión a su dictado, y que llama “antipatriota” a todo aquel que osa criticarlo. Al otro lado hay una oposición desconcertada que llama a la concordia, a la nostalgia de la Transición, y que no deja de apuñalarse mutuamente. Conservar desde la oposición lo existente, el sistema político, la Constitución de 1978, es una tarea casi imposible cuando el Gobierno está decidido a cambiarlo todo por la puerta de atrás y posee los mecanismos del poder.
¿Pesimista? Sí, mucho. Esa “transformación” que anuncian Sánchez, Iglesias, Rufián y Otegi, la “nueva era”, no va a ser a una situación mejor, a mayores cotas de libertad y paz, de estabilidad y felicidad para la mayoría, sino todo lo contrario. La combinación de narcisismo, ansia de poder y pulsión totalitaria jamás ha dado nada bueno. Atención, porque el camino anuncia un volantazo y esta vez la “niña de la curva” no es una democracia liberal.