GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • Quedó claro, desde su primer día en la Moncloa, que mercadearía lo que fuera a cambio de mantener su precaria presidencia. «Lo que fuera» se llamaba la nación. Y Puigdemont supo entonces que el comercio con él se cerraría favorablemente
El golpe de Estado del 27 de octubre de 2017 en Cataluña no logró consumarse. Plenamente. Hasta tal punto el racismo primordial de los golpistas daba por hecha la inepcia política y moral de una España que ellos fantaseaban anclada poco menos que en la prehistoria e incapaz de hacer frente a la hipermodernidad catalana. Es lo que necesariamente se concluye del análisis de aquel golpe de una parte del Estado, la Administración autonómica, contra el conjunto del Estado mismo; pero más aún, contra una ciudadanía española, cuya minoría de edad y cuya cobardía daban aquellos golpistas por supuestas. Nadie alzará la voz en España, repetían en voz muy alta. Torra, medidor de cráneos al estilo del «Doctor Robert», no era en eso más que la variedad psiquiátricamente terminal; pero todos operaban sobre el mismo supuesto: ni en el gobierno, ni en el parlamento, ni en la sociedad española hay nadie que pueda plantarle cara un solo instante a la heroica voluntad nacional-populista catalana.
«España» –había escrito Valentí Almirall en 1879– «se ha ido empequeñeciendo desde que las circunstancias hicieron que la raza menos pensadora y menos ilustrada de la Península fuera la que dominara»; de esa aberración parasitaria debía liberarse la luminosa Cataluña . Ese tipo de axiomas «racialistas», sobre los que se fundó el primer catalanismo de las diferencias craneanas del pueblo superior, fue recuperado por lo más cerril de Junts. Tan sólo ese desprecio supremacista permite entender la paradoja: el de 2017 fue un golpe de Estado perfecto, en lo que concierne al despliegue interno de los dispositivos de invasión y desplazamiento de todos los engranajes del Estado. ¿Por qué, entonces, falló? ¿Falló?
La operación, que había entrado en fase crítica a partir de la histeria olímpica de 1992, fue paciente y minuciosa. El parlamento regional fue progresivamente asumiendo tareas propias de un parlamento nacional; las finanzas públicas fueron desviadas para que un porcentaje muy alto de ellas escapara al control del Estado y acabara por crear la colosal caja de resistencia que exige la creación de una nación nueva; se rastrearon aliados internacionales, con Putin a la cabeza; los jueces españoles fueron acosados con la intención explícita de expulsarlos fuera de las fronteras catalanas, como ya se había hecho con los profesores que hablaban español en clase; la policía autonómica se puso en manos de hombres de la absoluta fidelidad a los dirigentes de Convergencia, Junts, Esquerra; la televisión pública fue asaltada y convertida en un aparato de estricta propaganda para la independencia; las escuelas, los institutos y las universidades ya lo habían sido.
En los meses que precedieron al golpe de Estado de 2017, la reduplicación del Estado en Cataluña –esto es, la superposición de un germen de Estado catalán sobre las estructuras del Estado legítimo– se había consumado. Procedía pasar a lo que los independentistas bautizaron como «la desconexión». Bastaría desenchufar los últimos conectores entre ambas plataformas, para dejar a Cataluña flotando fuera de la órbita gravitatoria de España.
Lo paradójico es cómo aquella operación, milimétricamente planificada a lo largo de dos decenios y medio, no había tomado para nada en cuenta la posible reacción española. Sun-Tzu aconsejaba al estratego no despreciar jamás a su enemigo. Para los racistas de Convergencia y luego de Junts, la «raza mesetaria» era tan primitiva, tan ignorante, tan cobarde, que ni siquiera se daría cuenta de lo que estaba pasando. Y, para cuando se diese cuenta, su pusilanimidad genética le impediría plantar cara a los corajudos combatientes de la «Catalonia is not Spain». Haber leído al viejo tratadista chino de la guerra les hubiera evitado hacer lo que entonces hicieron: el ridículo más triste de la historia contemporánea europea. La República Catalana fue declarada. Y, de inmediato, suspendida. Los golpistas que no huyeron vergonzosamente, fueron de cabeza a la cárcel. No se recuerda un golpe de Estado peor ejecutado en el siglo XX.
Eso pensábamos entonces. Y nos equivocábamos. El golpe iba camino de triunfar a través de su derrota. De un modo elíptico, que ni los más alucinados de los puigdemonistas hubieran podido imaginar. Sí, existía esa «España» histriónica que ellos habían fantaseado. Se llamaba «Pedro Sánchez». Todos pensábamos, en aquel tiempo, que el tal era sólo una versión guapa de la mayestática nulidad de Zapatero. Y nos equivocábamos, también en eso. Era el impecable modelo de un político sin escrúpulos. De ningún tipo. Quedó claro, desde su primer día en la Moncloa, que mercadearía lo que fuera a cambio de mantener su precaria presidencia. «Lo que fuera» se llamaba la nación. Y Puigdemont supo entonces que el comercio con él se cerraría favorablemente. Y que su vencido golpe de Estado sería vencedor ahora con Pedro Sánchez al frente.
Sucedió ayer en el parlamento. España no tiene ya Constitución. «Esto es sólo el principio», dicen ellos.