Ignacio Varela-El Confidencial
- La cohesión del Gobierno de coalición, si alguna vez existió, está partida por todos sus ejes. El programa de la investidura ha devenido un pergamino prehistórico. Las discrepancias son insalvables
A esta legislatura le quedan 20 meses de duración teórica y es lícito preguntarse si es verosímil que transcurra todo ese tiempo manteniendo un umbral mínimo de gobernabilidad con el actual marco político: con esta coalición y esta mayoría parlamentaria, esta situación internacional y un instrumento presupuestario que choca frontalmente con la realidad económica del país —y más aún con la que se ve venir—.
Si se lo propone, Pedro Sánchez puede apurar la legislatura hasta el último día que la legalidad constitucional se lo permita. Le creo tan capaz de ello como de tener un rapto y disolver el Parlamento esta misma tarde. En el primer caso, podría permanecer en el Gobierno, pero de ningún modo gobernar. Condenaría el país a una parálisis aún más crispante de la que padece, las tensiones sociales se harían insoportables —sin descartar estallidos peligrosos— y su partido llegaría a añorar la fase terminal de Zapatero. Se haría realidad el augurio de Arcadi Espada, que profetiza “un final bíblico” de la era sanchista.
La cohesión del Gobierno de coalición, si alguna vez existió, está partida por todos sus ejes. El programa de la investidura ha devenido un pergamino prehistórico. Las discrepancias son profundas e insalvables en todas las políticas que determinan la acción de un Gobierno. Discrepan en los fundamentos de la política exterior y de defensa, en la orientación de la política económica, en el modelo territorial, en la relación con la oposición y en la forma de afrontar los conflictos sociales que están paralizando el país. No quiero ni pensar lo que puede suceder en ese Consejo de Ministros si aparece la violencia y tiene que entrar en acción el ministro Marlaska. Apenas queda algo que compartan, salvo el pánico a perder el poder.
Además, lo que queda del socio menor es un desecho de impotencia y frustración. Decir hoy Unidas Podemos es mentir dos veces: ni una cosa, ni la otra. Solo hay algo más agrio que la relación entre un ministro del PSOE y uno de Podemos: la que existe entre ‘yolandistas’ y podemitas. El ‘efecto Yolanda’ duró lo que tardó Pablo Iglesias en señalarla como la nueva ‘socialtraidora’, y su supuesto liderazgo se evaporó con la pifia de la reforma laboral, seguida de las de Castilla y León, Ucrania y ahora el Sáhara. Se avecinan las elecciones andaluzas y no tienen con qué presentarse: ya me dirán cómo se monta un partido o movimiento o plataforma de izquierdas en España sin comparecer en Andalucía. La señora vicepresidenta acaba de darse cuenta de que los transportistas tienen razones legítimas en su protesta. ¿No habíamos quedado en que eran agentes de la extrema derecha?
Iglesias dejó tras de sí un campo de cenizas, una colección de ilusiones destruidas y un artefacto inútil. Unidas Podemos ha dejado de ser funcional para el PSOE: ya no le sirve como pararrayos, como en los tiempos de Iglesias, ni le sirve para gobernar, ni como engarce con los nacionalistas, ni para componer una futura mayoría. Ninguna encuesta solvente atribuye a la suma de los dos partidos de la izquierda más de 140 escaños. Este compañero de viaje ya no es una ayuda, sino un estorbo. Sospecho que en el otro campo comienza a cundir la misma sensación.
En cuanto a la vigencia de la famosa ‘mayoría de los presupuestos’, la última sesión del Congreso fue impresionante. La oposición podría haberse ausentado, porque ya se ocuparon de hacer su trabajo los presuntos socios de Sánchez. Puede firmarse íntegramente el alegato de Rufián sobre la patética desconexión de la realidad social que padece la izquierda: él mismo es testimonio vivo de la inopia.
La respuesta de Yolanda Díaz, por el momento, es clara: claro que nos iremos, en defensa propia
La combinación de una nueva guerra fría en el mundo (ojalá sea solo fría), la escalada sostenida de los precios y la crisis energética crean un escenario estremecedor para los ciudadanos e inmanejable por un Gobierno como este. Puesto que no se trata de fenómenos coyunturales, sino persistentes, la racionalidad pide a gritos una edición actualizada de los Pactos de la Moncloa. Pero no existen la consciencia, la voluntad ni las personas para hacer lo que, obviamente, habría que hacer para que esto no se vaya a la mierda.
Cada día son más descaradas las provocaciones de Sánchez para que su socio rompa la coalición y se vaya del Gobierno. Al principio los mimaba, luego los ignoró y ahora busca humillarlos y que se note. Ello le dejaría abierto el camino para quedarse durante un tiempo en el poder con sus 120 diputados, ocupando el Gobierno pero sin gobernar. Pero también le daría el pretexto para disolver cuando más le convenga; en cualquier caso, antes de las temidas elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2023.
La respuesta de Yolanda Díaz, por el momento, es clara: claro que nos iremos, en defensa propia. Pero no será, Pedro, cuando tú quieras, sino cuando quiera yo. Es decir, cuando más daño te haga. Mucha gente en ese espacio político vislumbra más posibilidades de renacer combatiendo a un Gobierno de la derecha que desde el degradante ninguneo que Sánchez les impone.
Falta muy poco para que la inflación alcance los dos dígitos. Hay que negociar miles de convenios colectivos, y con ellos vendrá una oleada de reivindicaciones para aproximar la subida de los salarios a la de los precios. Como los empresarios se resistirán fieramente a ello (amparados por el Gobierno), la marea de huelgas y conflictos laborales está cantada.
Pero hay algo aún más comprometedor en términos políticos. Las retribuciones en el sector público. Los sueldos de funcionarios, profesores y personal sanitario; la actualización de las pensiones y de las prestaciones sociales; el famoso ‘escudo social’. Con la inflación por encima del 10%, el Banco Central Europeo cortando el grifo y Bruselas exigiendo el regreso a la ortodoxia fiscal, ¿qué hará el Gobierno más progresista que vieron los tiempos, el que se lanzó alegremente a vincular los compromisos de gasto social al IPC? ¿Qué pasará con las demandas de las comunidades autónomas asfixiadas en su financiación y las extorsiones de los nacionalistas a cambio de sus votos? ¿Qué será del “nadie se quedará atrás”, “salimos mejor” y demás invenciones de la era ‘redondiana’?
El 30 de abril es la fecha tope para presentar en Bruselas el cuadro macroeconómico del próximo año. En septiembre, habrá que dar la cara con el techo de gasto. Y después, los presupuestos de 2023. Prolongar los actuales sería la bancarrota del Estado. Presentar unos ajustados a la realidad, la muerte de Frankenstein. En algún punto del recorrido, Yolanda Díaz encontrará el momento adecuado para largarse del Gobierno en el sagrado nombre de la clase obrera organizada o Pedro Sánchez el de transmutarse por enésima vez y pedir el voto para salvar España. Ese es el pulso que hoy mantienen mientras la sociedad tiembla de ira y de miedo. Si pretenden aguantar así 20 meses más, serán ellos quienes deban temblar.