J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 24/4/12
Que el régimen franquista se construyera una historia manipulada y sectaria es hasta comprensible. ¿Cómo, si no, podría intentar legitimarse? Pero que en un régimen democrático se haga lo mismo es algo incomprensible
En 1937 hubo muchos muertos inocentes en Vizcaya, la mayoría de ellos causados por los brutales bombardeos de la aviación franquista sobre villas indefensas como Durango y Gernika. También hubo muertos inocentes (víctimas, las llamaríamos hoy), en los primeros días de aquel año en la villa de Bilbao, cuando la aviación de Mola bombardeó la villa y causo la muerte a seis civiles. Pero también cuando, a renglón seguido, los vecinos y las tropas socialistas en ella acantonadas se dirigieron a las cárceles habilitadas de Ángeles Custodios, El Carmelo, Casa Galera y Larrinaga y masacraron a más de doscientos civiles allí detenidos. Una forma de exterminar que se había puesto ya en práctica los meses de septiembre y octubre de 1936, cuando se asaltaron los barcos-prisión en la ría a la altura de Erandio y se asesinó por decenas a los civiles presos en el ‘Altuna Mendi’ y el ‘Cabo Quilates’, esta vez con la eficaz colaboración de la dotación republicana del acorazado ‘Jaime I’ surto en el puerto por aquellas fechas.
Muchos muertos inocentes ayer y, sin embargo, una sola memoria oficial y hegemónica hoy: la de Gernika. Una memoria sectaria, no por falsa, sino por amputada, no por lo que cuenta sino por lo que calla. Una memoria oficial que es indigna de una democracia.
El régimen franquista usó y abusó del recuerdo de las matanzas de los barcos-prisión y de las cárceles de Bilbao. Persiguió con saña a cualquiera que hubiera estado relacionado con ellas y exhibió a los muertos como mito de justificación propia y como estigma indeleble de los rojo-separatistas. Al tiempo que se prohibía mencionar lo de Gernika, o se creaban versiones falsas sobre su destrucción. Un tiempo de memoria sectaria, al servicio de la causa nacionalcatólica. Cuarenta años durante los cuales el pasado estaba amputado de lo que no convenía al régimen político.
La llegada de la democracia trajo consigo, era obligado, la recuperación de la memoria de los muertos del bando leal a la República. Gernika, que fue desde un primer momento utilizada como símbolo del horror por los gobernantes republicanos, se convirtió en el referente universal de la condena del franquismo y sus aliados. Era justo que así fuera.
Pero en pocos años sucedió algo repugnante: que de nuevo se amputó la memoria. Que la Gernika omnipresente sirvió para ocultar los barcos y las cárceles, que unos muertos inocentes fueron utilizados para esconder a otros que no lo eran menos, que una brutalidad tapó a la otra. Y no se trata de hacer equilibrismo con la Guerra Civil y repartir responsabilidades como si no hubieran sido los militares los que la desencadenaron. No se trata de equidistancia, sino de memoria del horror, y el horror no está bien recordado si se reduce al fragmento que conviene al poder de cada momento.
Que el régimen franquista se construyera una historia manipulada y sectaria es hasta comprensible; un sistema basado en la brutalidad y la represión tiene por fuerza que ir acompañado de una violación sistemática de la verdad histórica. ¿Cómo, si no, podría intentar legitimarse? Pero que en un régimen democrático se haga lo mismo es algo incomprensible.
Estremece escuchar hoy, como se escucha frecuentemente, que se trata sólo de una especie de ley de la compensación histórica, según la cual los muertos inocentes de la derecha española ya recibieron durante treinta años su cuota de memoria y recuerdo, luego ahora toca dar todo el recuerdo a los otros muertos. Estremece porque proclama una especie de naturalidad del sectarismo incluso en cuestiones que afectan a la dignidad humana. Y estremece porque, al final, viene a equiparar al régimen democrático con el régimen franquista: si ellos manipularon la historia, nosotros la manipulamos al revés, pero ambos manipulamos, por los mismos intereses sectarios de construir una historia a la medida de nuestra conveniencia actual. Pero si en algo se diferencia la democracia del autoritarismo es que en ella caben todas las historias, no sólo las que convienen al gobernante de turno.
Naturalmente que los hechos no son iguales, claro que no es lo mismo la destrucción sistemática y fríamente planeada de una ciudad y la matanza llevada cabo en el calor de unos bombardeos. Claro que no son lo mismo un bando y otro. Y así todos los ‘claros’ que se quieran poner. Pero la muerte del niño en Gernika es igual de injusta y lamentable que la del sacerdote de Bilbao, ni más ni menos. Y el fusilamiento nocturno de García Lorca es igual de injusto y repugnante que haber colgado de una grúa hasta la muerte a Gregorio Balparda. Setenta años después, en nuestro recuerdo democrático tienen que entrar ambas muertes, por eso lo llamamos ‘con-memoración’. Y si no, ni es memoria ni es democrática. Es sectarismo, por mucho que disfrazado de memoria políticamente correcta.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 24/4/12