Álvaro Nieto´Vozpópuli
Quizás no lo hemos explicado bien, o ha sido difícil de entender, pero el confinamiento decretado por el Gobierno de España el 14 de marzo se produjo para frenar la espiral de contagios de covid-19 y evitar la saturación del sistema sanitario, que se encontraba al borde del colapso, como efectivamente sucedió en algunas regiones unos días más tarde, cuando vimos terribles escenas de hospitales desbordados con gente tirada por los suelos sin poder ser atendida.
Cincuenta días después, la situación está bastante controlada. ¿Hay cientos de ingresados todavía con coronavirus? Por supuesto, pero ya se les puede atender con dignidad, hay respiradores para todos aquellos que los necesitan y, lo que es más importante, incluso el macrohospital levantado por la Comunidad de Madrid en Ifema ha tenido que cerrarse porque sus 2.500 camas se han quedado sin pacientes.
Lo peor ha pasado y, por ello, el Gobierno ha procedido a relajar el confinamiento. No ha desaparecido la enfermedad, pero ya podemos convivir con ella sin que el sistema quiebre. Esa y ninguna otra razón es la que está detrás de esta ‘desescalada’. El riesgo de contagio no se ha esfumado, lo que se ha reducido drásticamente es la posibilidad de morir en caso de infección porque el sistema ya sí está preparado para atender con eficacia a todos los enfermos desde los primeros síntomas.
Estado de alarma
Pero el Gobierno, a la vez que ha puesto en marcha la vuelta paulatina a la normalidad, pretende seguir manteniendo activa la herramienta de la que se valió el 14 de marzo para obligar a todo el mundo a permanecer en sus domicilios: el estado de alarma. Esa figura, plenamente constitucional, está diseñada para restringir derechos en caso de epidemias… y el Ejecutivo quiere prorrogarla al menos hasta el 22 de junio, si bien Pedro Sánchez acaricia la idea de tenerla activa varios meses más, porque sólo así se explica su insistencia en recordarnos cada vez que comparece aquello de que «esta guerra sólo se habrá terminado cuando llegue la vacuna».
El problema es que esto no es una guerra, es una enfermedad. Y conviene recordar que hay muchas enfermedades, muy mortales algunas de ellas, para las que no tenemos vacunas. ¿Y qué hemos hecho en esos casos? Pues aprender a convivir con esas enfermedades adoptando medidas de prevención. Salvando las distancias, es lo que ha ocurrido con el SIDA, un virus (VIH) contra el que la humanidad lleva luchando durante años. Y no lo ha hecho desde la represión o la prohibición de las relaciones sexuales, sino fomentando el uso del preservativo.
En el caso del coronavirus, lo mejor que podrían hacer nuestros líderes políticos para reducir los contagios no es tenernos más o menos confinados durante meses, sino darnos tres instrucciones sencillas para aprender a convivir con él: extremar la higiene, respetar una cierta distancia de seguridad con otras personas y, en caso de no poder hacerlo, usar una mascarilla. Siguiendo esas reglas, no debería haber ningún impedimento para hacer nuestra vida normal.
Sin embargo, en vez de ello Sánchez se ha puesto a organizarnos la vida. Nos deja salir a la calle, pero se ha atrevido a regularnos hasta el número de personas que pueden almorzar en nuestra casa. En vez de tratar a los ciudadanos como adultos y apelar a su responsabilidad y sentido común, aprovecha la epidemia para entrometerse en cuestiones que afectan gravemente a la libertad de las personas.
Parece que algunos no tuvieron suficiente con 40 años de franquismo y andan buscando un nuevo caudillo. Y lo sorprendente es que muchos de ellos se consideran de izquierdas
Y el Gobierno hace todo eso a lomos del mejor aliado que puede tener: el miedo. El miedo al contagio y el miedo a las multas. Unos por una cosa y otros por otra, el caso es que una inmensa mayoría de ciudadanos aceptan sumisos estos días el atropello sistemático de sus derechos. Es más, incluso algunos se erigen en guardianes de la ortodoxia y andan persiguiendo, desde balcones o móvil en mano, a todo aquel que no respete las arbitrarias normas establecidas (sí, porque arbitrario es prohibir los paseos a las doce de la noche, impedir que una pareja salga con sus hijos o decretar que no se puede nadar en la playa pero sí hacer surf). Parece que algunos no tuvieron suficiente con 40 años de franquismo y andan buscando un nuevo caudillo que les controle. Y lo sorprendente es que muchos de ellos se consideran de izquierdas.
Esto de quitarte la libertad y luego devolvértela por fascículos está muy estudiado en la ciencia política. Pablo Iglesias lo conoce bien. Hay lugares en América Latina donde sus líderes han empobrecido tanto sus países que ahora la gente agradece enormemente al Gobierno la caja de comida que reciben el primero de cada mes para que no mueran de hambre. De hecho, muchos de los que se benefician de esa caja se convierten en fervientes defensores del gobernante de turno. Ya no se acuerdan de cuando eran libres, sólo piensan en sobrevivir.
Estos días millones de españoles aguardan con expectación las homilías sabatinas del presidente del Gobierno con la esperanza de que anuncie una nueva medida que relaje la situación. Sánchez administra a su antojo nuestra libertad, nos la regala cada sábado por trozos. Y muchos celebran cada nueva medida y dan gracias a la generosidad del Gobierno. Pero nuestra libertad es nuestra, no de él, y aquí no hay nada que agradecer ni que celebrar hasta que recuperemos el 100% de nuestros derechos.
Con el argumento de que hasta que no llegue la vacuna viviremos en una «nueva normalidad», Sánchez pretende tenernos con los derechos racionados. ¿Por qué? Por varias razones, si bien todas se resumen en una: con el estado de alarma se gobierna mejor. Gracias a ese instrumento, el Gobierno puede aprobar vía decreto lo que quiera con aplicación inmediata en todo el territorio nacional, puede adjudicar a dedo los contratos que desee sin rendir cuentas a nadie, tiene a su servicio horas y horas de televisión en las franjas de mayor audiencia, mantiene a los medios de comunicación ‘controlados’ con la vaga promesa de que llegarán ayudas públicas que les salven de la ruina, la Justicia está a medio gas, el Parlamento casi cerrado, la oposición sin ninguna visibilidad…
Lo del sábado es un intolerable chantaje que demuestra los escasos principios democráticos que algunos tienen en La Moncloa. El dinero del Estado no es suyo, es nuestro
Por ello, Sánchez seguirá agitando todo lo que pueda el espantajo del miedo para mantener vivo el estado de alarma. Su última gran aportación este sábado fue amenazar a los partidos de la oposición: si no aprueban la nueva prórroga, las empresas, los autónomos y los millones de españoles que han perdido su trabajo se quedarán sin ayudas. Se trata de un intolerable chantaje que demuestra los escasos principios democráticos que algunos tienen en La Moncloa. El dinero del Estado no es suyo, es nuestro. Y si el Parlamento tumba la alarma, ningún presidente debería arrogarse el derecho de tomar a los ciudadanos como rehenes.
Plan B
Repitió el presidente el sábado varias veces eso de que no hay plan B, es decir, que no hay alternativa a la prórroga para salir de esta situación. ¡Pero claro que la hay! Para empezar, la más obvia: si el Parlamento tumba un decreto del Gobierno… ¿qué tal si nos sentamos a negociar con la oposición para pactar un nuevo decreto? El ordeno y mando puede funcionar cuando se dispone de mayoría absoluta, pero no cuando se tiene el Ejecutivo con el apoyo parlamentario más endeble de la democracia española.
Además, el magistrado progresista Manuel Aragón (exmiembro del Tribunal Constitucional) y otros muchos juristas (en ‘Vozpópuli’ particularmente Guadalupe Sánchez) han ofrecido varias alternativas legislativas que permitirían realizar una desescalada paulatina sin tener que prorrogar el estado de alarma. De hecho, sólo así se explica que Portugal, a pesar de lo que falsamente dijo Sánchez el sábado, sí haya suspendido ya su estado de emergencia.
La tesitura no es fácil para Pablo Casado (PP), Inés Arrimadas (Ciudadanos) e Íñigo Urkullu (PNV), los tres líderes que tienen en sus manos frustrar los planes de Sánchez. Hasta el sábado sabían que cualquier muerto que se produjera tras un hipotético fin del estado de alarma les sería recriminado por el Gobierno, pero tras la alocución del presidente también son conscientes de que de su voto dependerá el mantenimiento de millones de subsidios a gente necesitada.
Los tres tienen una solución fácil, que es parapetarse en el problema sanitario y dejar hacer a Sánchez cuanto le plazca. Y una solución arriesgada, que es tratar a los españoles como adultos, contarles la verdad y forzar al presidente a dialogar, eso que tanto predica pero que no practica. Si deciden lo primero, perderemos la libertad, y sin ni siquiera saber por cuánto tiempo. Si deciden lo segundo, habrán cumplido escrupulosamente con su deber, que como partidos opositores en el poder Legislativo no es otro que hacer de contrapeso del Ejecutivo.