El nombramiento de monseñor Munilla como titular de San Sebastián culmina una operación iniciada hace muchos años por el Vaticano para cambiar la orientación pastoral, doctrinal y, posiblemente, política, de la Iglesia vasca. Iceta –obispo auxiliar de Bilbao– y Munilla son vascos, pero no identificados como nacionalistas; de ahí el malestar en las filas de éstos.
En un país en el que la política es una actividad que se vive al día, en el que prima el regate en corto y el horizonte temporal con el que se toman algunas decisiones no va más allá de la hora del telediario, resulta admirable encontrarse con instituciones como la Iglesia, capaz de planificar estrategias con casi dos décadas de antelación.
El nombramiento de monseñor Munilla como titular de la diócesis de San Sebastián culmina una meditada operación iniciada hace muchos años por el Vaticano para cambiar la orientación pastoral, doctrinal y, posiblemente, política, de la Iglesia vasca. El Vaticano ha actuado paso a paso, sin estridencias, moviendo los peones de uno en uno en el momento preciso, sin forzar situaciones, pero sin dejar pasar oportunidades y teniendo siempre claro el resultado final de esta sibilina partida de ajedrez.
El traslado de monseñor Ricardo Blázquez a Bilbao, hace casi quince años, puso en marcha la operación para disgusto del PNV que recibió al prelado con frialdad y distanciamiento. Previamente se había decidido el traslado de Juan María Uriarte al Obispado de Zamora (1991) y su posterior retorno a San Sebastián como sustituto de José María Setién (2000); el nombramiento de Mario Iceta como obispo auxiliar de Bilbao y la elección de José Ignacio Munilla para el gobierno de la diócesis de Palencia como paso previo para volver a San Sebastián.
Iceta y Munilla tienen en común su condición de vascos, euskoparlantes incluso, pero no están identificados políticamente como nacionalistas, de ahí el poco disimulado malestar con que su nombramiento ha sido recibido en las filas nacionalistas.
Al margen de las motivaciones de fondo que haya tenido el Vaticano para realizar este complejo proceso -que seguro que no se corresponde con las pugnas de los partidos-, lo que resulta digno de ser destacado desde un punto de vista político y social es la capacidad estratégica de la Iglesia, de trazar planes a muy largo plazo y de ejecutar los movimientos necesarios para materializarlos. No hay nada parecido en el ámbito de los partidos políticos cuyas referencias, en el mejor de los casos, no pasan de la fecha de las elecciones.
Ni siquiera cuando se trata de los intereses del Estado, que se sitúan por encima de la contienda partidista, es posible una actuación estratégica, la fijación de un objetivo a largo plazo y el desarrollo de las actuaciones precisas para alcanzarlo. Por eso provoca admiración y envidia esa capacidad de la Iglesia para actuar con coherencia y tomarse el tiempo necesario para llevar a cabo sus planes.
Florencio Domínguez, EL CORREO, 24/11/2009