- Blasfemar en una libre sociedad cristiana sale gratis; blasfemar contra el islam cuesta la vida. Y esa es la diferencia entre un bufón heroico y un triste don nadie (perdón: una triste doña nadie)
Es muy probablemente Victor Hugo quien eleva la figura ancestral del bufón a ese arquetipo heroico en cuyas paradojas buscará complacerse el romanticismo. Francesco Maria Piave le daría versión popular para el Rigoletto de Giuseppe Verdi en 1851. Pero es Le roi s‘amuse («El rey se divierte») la obra que, en 1832, construye el modelo de lo abyecto heroico sobre Triboulet, paradójico bufón de corte del rey Francisco I: «goza, vil bufón, en tu profundo orgullo». Enredado entre lo grotesco y lo sublime, el protagonista de Hugo —como, más histriónicamente, el de Verdi— cristaliza un tipo primordial de la tragedia moderna: en el siglo veinte le dimos nombre de «antihéroe».
El bufón trágico post-verdiano inaugura una larga y épica trayectoria. Desde el ridi, Pagliaccio! («¡ríe, Payaso!») de Leoncavallo en 1892, hasta los soberanos monólogos de aquel Mistero buffo («Misterio bufo») de Dario Fò, que tradujera a un exquisito español Carla Matteini y que valiera al comediante lombardo el Nobel de literatura en 1997. O bien, en cine, la negrísima meditación de Ingmar Bergman en su Noche de circo de 1953. El héroe grotesco es, sí, una de las figuras mayores del drama contemporáneo.
Pero eso es literatura: artesanía, merced a la cual los hombres buscamos —y logramos, a veces, pocas— hacer brillar el oro en la escombrera. Lo común es que en la escombrera tan solo prospere un cieno pútrido. Ese cieno del cual pudieron disfrutar unos cuantos cientos de miles de españoles en el curso de una celebración de Nochevieja, tan a la medida de la vulgaridad extrema cuanto lo exige una televisión pública que se precie. O, por lo menos, una televisión pública española que se precie.
Hablo de oídas. Confieso mis limitaciones. Me acogí al primordial derecho de legítima defensa para prescindir irrevocablemente del televisor en el año 1972, cuando por primera vez dispuse de domicilio propio: cuestión de supervivencia anímica. Por aquel tiempo, la cosa era en blanco y negro y creo recordar que había dos cadenas. Por lo que sé, las cadenas se han multiplicado bastante ahora. En todos los sentidos de la palabra «cadenas». Y —lo que es peor— una parte no pequeña de la prensa escrita —que es la única en la que ocupo mi tiempo— se ve parasitada por las más o menos vulgares bufonadas que los televisores han tenido a bien hacer tragar con el postre a sus devotos cada noche.
A lo que veo en las fotos, cierta bufona, contratada por la televisión pública, exhibe en las campanadas de año nuevo una foto híbrida de animal cornúpeta e imagen religiosa. Cristiana, por supuesto. Nada que pueda considerarse un prodigio de ingenio. Pero, ¿podría acaso serlo de heroico coraje o arrebato de liberación arriesgada? Algo de eso esgrimen los entusiastas de la tele pública. Y confieso que hasta yo me hubiera visto tentado a admitir su alegato. Con un mínimo matiz. Imprescindible. Que la tal exhibición blasfematoria representase un riesgo serio para su protagonista. Por ejemplo: que la estampa exhibida ante las cámaras fuera la de una de aquellas caricaturas de Mahoma que pagaron con sus vidas los 12 miembros de la revista gloriosamente bufonesca «Charlie Hebdo» en 2015.
Esa es la diferencia. Mínima. Como Triboulet, como Rigoletto, los de «Charlie» corrieron con su bufonada el riesgo supremo. Y fueron asesinados. La de la Tele Española no asumió con su gracieta más riesgo que el de un aumento de sueldo. Blasfemar en una libre sociedad cristiana sale gratis; blasfemar contra el islam cuesta la vida. Y esa es la diferencia entre un bufón heroico y un triste don nadie (perdón: una triste doña nadie).