Pongamos que es medianoche de un martes. Hace frío y los gases lacrimógenos invitan a recogerse en casa, pero la curiosidad te mantiene fuera. Hay calles cortadas por las barricadas, la policía se abre paso a golpes, apenas aguantan un puñado de sublevados.
La protesta lleva un par de horas agotada y en medio de esa escena asoma una anciana en su balcón. La anciana no dice nada, observa, divisa al fondo los cuerpos uniformados pese a la humareda. De pronto, señala a lo lejos y al cabo entrega su alma a la revuelta: «¡Tirad piedras a la policía!».
Nadie da crédito. Nadie obedece. Pero al menos una joven con el rostro envuelto, agobiada por los gases, se toma la molestia de contestarle. «Baja y tíralas tú», le dice, «que defendemos por ti España».
De quienes no estuvieron allí, en los alrededores de la sede socialista en Madrid, se leerá que la violencia nubló la primera noche de frío en meses. Que los antidisturbios tuvieron que emplearse con fuerza y a fondo para contener la furia de las cabezas rapadas. Que la simbología falangista y fascista se esparcía a lo largo y ancho del barrio noble de Argüelles, con naturalidad y profusión para la galería en las primeras líneas de protesta. Y no le mintieron. Todo eso es cierto.
Pero la verdad tiende a la molestia y se reproduce de distintas maneras al mismo tiempo, a veces hasta la comedia. Así que conviene que quienes estuvimos allí, en los ratos de paz y en los ratos de guerra, escribamos que los eventos más violentos no fueron ni lo único ni lo esencial de la noche.
No lo fueron porque, durante dos horas y media, hubo insultos homófobos contra el ministro Marlaska, gritos islamófobos y antisanchistas, pero sólo cánticos unánimes para reivindicar y celebrar la unidad de España.
Y sí, antes de reventar la protesta, los falangistas se hicieron notar con sus banderas y dos de ellos escalaron el techo del estanco de Ferraz para exhibir la buena salud de sus brazos. Pero una vez y otra recibieron, a cambio, el abucheo del resto.
Durante dos horas y media, la concentración fue masiva hasta el sofoco y calmada hasta el tedio. Y lo más destacado fue que la indignación copaba el horizonte en cada dirección, a diferencia del día anterior, con las calles de Marqués de Urquijo y Quintana repletas por una razón fundamental: la rabia contra la amnistía.
Y esto contrasta, en realidad, con un mito instalado entre mis colegas de la izquierda: que la amnistía no importa de verdad a los españoles.
Vengo comprobando en los espacios públicos y privados de la izquierda que las cuestiones morales y políticas de esta amnistía no es que generen poco interés, sino que abocan directamente al aburrimiento. La amnistía resulta un asunto menor y un precio asumible si a cambio les ahorra la cadena de violaciones masivas de derechos humanos que procurarían, a su juicio, cuatro años de Feijóo con el apoyo de la ultraderecha.
A menudo, reconocen que la amnistía no les proporciona precisamente alegría, intuyen que hay algo de injusto e inapropiado en ella. Pero al final la disfrutan igual que un cordero asado: sin atender al proceso que lo lleva al plato.
Lo que los sanchistas ignoran y a veces desprecian es que hay una buena parte de la sociedad, mayoritaria en la derecha, a la que premiar a los cargos públicos que procuraron la destrucción territorial de España, incluso con la tentación de introducir milicias rusas sobre el terreno, no sólo no les hace bostezar, sino que les perturba de verdad el sueño. Así que la amnistía puede «promover la concordia en Cataluña», vinieron a decir. Pero al precio de la tormenta en el resto de España.