Al anunciar su autodisolución en 2018, ETA advirtió de que sus miembros «continuarán con la lucha por una Euskal Herria reunificada, independiente, socialista, euskaldun y no patriarcal en otros ámbitos». Reclamar un Estado-nación monolingüe ampliado con los territorios limítrofes había sido tradicional en los comunicados de la banda, pero la expresión «no patriarcal» sorprendió a algunos. Ahora bien, no era una novedad. Desde que apareció en un Zutabe de 1978, ETA militar había utilizado tal adjetivo ocasionalmente.
Del dicho al hecho hay un gran trecho. Pese a sus llamamientos a favor de la igualdad de género, ETA nunca asumió las demandas del movimiento feminista. Y mucho menos las prácticas. Por el contrario, funcionó como una organización patriarcal: la misoginia impregnaba las dinámicas tanto del grupo como de los individuos que lo integraban. En general, las militantes eran destinadas a tareas auxiliares, incluyendo las domésticas. Aunque la proporción fue creciendo con el paso del tiempo, a pocas etarras se les permitió realizar atentados y solo una exigua minoría de ellas ocupó puestos de poder.
Además, se las juzgaba con mayor severidad que a sus compañeros varones. Algunas autoras plantean que quizá ese fue el caso de la primera mujer que llegó a la dirección de ETA, Dolores González Katarain (‘Yoyes’). Después de volver a casa, fue asesinada por la propia banda en septiembre de 1986 acusada de «traidora». No obstante, era un «castigo» que no habían sufrido los cientos de exterroristas que habían hecho lo mismo antes que ella.
En total, 58 mujeres fueron asesinadas por las distintas ramas de ETA. De acuerdo con Raúl López Romo, representan el 6,86% de sus víctimas mortales. Tal porcentaje, menor que el habitual en otros tipos de terrorismo, responde a dos motivos. Uno, la escasa presencia femenina en las FCSE y el Ejército, los colectivos profesionales más atacados por la organización. Otro, el machismo de los etarras. Se veían a sí mismos como valientes y nobles ‘gudaris’ con la misión de salvar a la patria. Matar a mujeres o niños no encajaba en el relato militarista y patriarcal en el que se habían imbuido.
Esa es una de las razones por las que ETA procuró evitar los atentados indiscriminados hasta que su debilidad le hizo cambiar de táctica a mediados de los años ochenta. E incluso entonces los perpetró fuera de Euskadi: desde su perspectiva, había mujeres menos valiosas que otras. Valgan como muestra las cinco primeras de la lista, fallecidas en la masacre de la madrileña cafetería Rolando en septiembre de 1974, y la última, la niña de seis años Silvia Martínez Santiago, en la explosión de un coche-bomba en Santa Pola en agosto de 2002.
La absoluta mayoría de las mujeres a las que ETA arrebató la vida, unas 50, no eran el objetivo principal del atentado, sino lo que la organización consideraría «daños colaterales»: las mataron porque acompañaban a un varón (su familiar o pareja) que sí estaba en el punto de mira o porque se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Contamos con bibliografía sobre ETA y la cuestión del género, pero sintomáticamente casi en su totalidad se centra en las integrantes de la banda. La única víctima mortal acerca de la que se han escrito trabajos académicos es Yoyes. Apenas había nada sobre las otras damnificadas.
Sin embargo, el año pasado se inició un cambio de tendencia. Por un lado, la Universidad Rey Juan Carlos celebró el congreso ‘Mujeres víctimas del terrorismo y mujeres contra el terrorismo: Historia, Memoria, Labor y Legado’. Por otro, Sara Hidalgo y Ángel Comonte presentaron la obra ‘Resistencia socialista en femenino’. Por último, Pablo García Varela publicó en la ‘Revista de Historia Actual’ un artículo con datos estadísticos que nos permiten conocer mejor el perfil de las mujeres asesinadas por ETA: su media de edad era de 34 años (la mayor tenía 79; las menores, tres); 13 eran amas de casa, cuatro estudiantes, tres maestras, tres empresarias…; había 14 niñas, en su mayoría hijas de guardias civiles; 30 de las adultas estaban casadas, 10, solteras, una, viuda y tres en situación civil desconocida; 29 de las damnificadas tenían hijos, que en nueve casos quedaron huérfanos de ambos progenitores, ya que sus padres también murieron en al atentado; otras tres víctimas estaban embarazadas cuando fallecieron.
Estas iniciativas suponen un avance significativo, pero el tema dista de estar agotado. Son necesarios nuevos proyectos de investigación acerca de las mujeres asesinadas, heridas, secuestradas, vejadas, amenazadas, robadas, extorsionadas y desterradas por ETA y las otras bandas terroristas. Queda mucho por contar sobre ellas.