EL CONFIDENCIAL 11/04/17
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
· De entre las muchas instituciones y colectivos que deben pedir perdón —lo ha hecho incluso el PNV por su falta de conexión sentimental con las víctimas— está la Iglesia en el País Vasco
En el elenco de personajes que Fernando Aramburu hace intervenir en su novela ‘Patria’, ninguno tan moralmente repugnante como el párroco de la localidad en la que el autor sitúa el desarrollo de la trama. Don Serapio es un sacerdote que quintaesencia la perversión moral de muchos curas católicos que no solo ampararon a la organización terrorista ETA, sino que colaboraron activamente con ella. La banda se fundó en Loyola y contó con frecuencia —hasta la última hornada de prelados en las tres provincias vascas— con la comprensión de las sotanas jerárquicas o, en el mejor de lo casos, con una semántica condenatoria pero justificativa. No llegaron al cinismo de don Serapio, pero no anduvieron lejos. Y es que siempre que ETA salsea, el perejil del guiso son las sotanas.
En el babélico desarme de la organización criminal —una obscena escenificación manejada por Otegi para replantear la ‘negociación’ (presos y ‘desmilitarización’)— no faltaron los curas émulos de don Serapio. No faltó el conocido reverendo metodista Harold Good, compañero de fatigas de otro católico, Alec Reid, fallecido en 2013, galardonados ambos con el premio René Cassin, instituido por el Gobierno vasco, otorgado en la época de Ibarretxe. Good se aficionó a la intermediación —siempre del lado de los terroristas— en Irlanda y discurseó en conferencias con Setién en no pocos lugares de Euskadi. El reverendo se presentó en Bayona y recibió los aplausos de quienes gritaban a voz en cuello “amnistía” para los presos etarras. Él saludó a aquella gente con auténtico entusiasmo.
También ha intervenido el arzobispo de Bolonia y jefe de San Egidio, Mateo Zuppi. Este prelado gana a los dos colegas en distinciones porque, además del René Cassin, fue galardonado también —por Urkullu— con el Sabino Arana. Parece que en el Vaticano no ha gustado la intervención de Zuppi y que los tres obispos vascos están molestos por sentirse puenteados. Personalmente, me permito dudar de que en la plaza de las esculturas de Bernini se registre malestar alguno. Hace unas semanas, el lendakari se presentó en Roma y se entrevistó con el secretario de Estado, el cardenal Parolín; también fueron puenteados los diocesanos de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, se quejaron igualmente y no pasó nada.
Las sacristías de la Euskadi profunda han sido refugio para terroristas y ni una sola persona con hábito talar ha sido víctima. Por algo será
De entre las muchas instituciones y colectivos que deben pedir perdón —lo ha hecho incluso el PNV por su dureza y falta de conexión sentimental con las víctimas— está la Iglesia católica en el País Vasco. Las sacristías de la Euskadi profunda han sido refugio seguro para no pocos terroristas y ni una sola persona con hábito talar ha sido víctima de sus asesinatos. Por algo será. De ahí que en su participación en el aquelarre de Bayona, no faltase una representación al nivel de arzobispo. No es poco, desde luego.
La mayor parte de los análisis que se están haciendo sobre el ridículo desarme de ETA (¿dónde está la mitad de las pistolas que robó en 2006 en Vauver con potencial capacidad incriminatoria?) es o buenista, o sectaria. La realidad es que ETA ha aprovechado su impotencia para relanzar su imagen y echar combustible al depósito de sus propósitos últimos: intentar una política penitenciaria diferente a la actual sin que los presos colaboren a esclarecer los crímenes pendientes (más de 300) y ganar terreno en el relato de lo que fue la banda, que para todos esos concentrados en Bayona, verificadores ‘et alii’, fue una organización patriótica, cuando la realidad es que sus miembros no resultaron ser otra cosa que un atajo de matarifes de 859 personas, extorsionadores de más de 10.000 ciudadanos, secuestradores de decenas y destructores de riqueza y bienestar de vascos y españoles durante 50 años.
ETA ha aprovechado su impotencia para echar combustible al depósito de sus propósitos últimos: intentar una política penitenciaria diferente
Déjenme que les transcriba el retrato que, sacado de un documental, hace Antonio Muñoz Molina de José Maria Setién, obispo que fue de San Sebastián:
“Pero nada ni nadie da más miedo en el documental que el otro fantasma lívido del pasado, monseñor Setién, aquel obispo de San Sebastián que nunca tuvo un solo gesto de piedad hacía ninguno de los asesinados. Monseñor Setién enuncia fríos silogismos sobre lo que él llama `derechos colectivos´ moviendo unas manos pálidas que parecen tan heladas como la expresión de su cara. Ronda las palabras antes de decirlas como si manejara vísceras dudosas con un bisturí. Una vida entera de hipocresía vaticana y frialdad de corazón han adiestrado sus músculos faciales en esa perfecta impasibilidad que parece exclusiva de los grandes inquisidores y de esos salvadores y líderes que por amor a una comunidad ideal —un pueblo, una patria, una clase, la humanidad— están dispuestos a aprobar e incluso a bendecir tantas ejecuciones como sea necesario”.
Escrito queda.