Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo

Hace un par de meses pasé un día en el rodaje de la serie ‘La línea invisible’, de Movistar+, que cuenta la historia de la ETA de los años sesenta y de sus primeras víctimas mortales. Me habían invitado su creador, Abel García Roure, y el productor, Rafa Portela. Allí conocí a parte del equipo, a algunos de los actores y al director, Mariano Barroso. Fue una experiencia inolvidable por varios motivos. Por un lado, comprobé la magia del cine: aunque los hechos reales habían transcurrido en las afueras de Tolosa, la grabación se realizaba cerca de Vera de Bidasoa. Habían conseguido que la diferencia entre un lugar y otro apenas se apreciara. Por otro lado, me encontré con dos de las motocicletas que usaban los guardias civiles de Tráfico, el mismo modelo que conducía José Antonio Pardines el día que lo asesinaron. Por último, asistí a un espectáculo fascinante: varias cuadrillas distintas, unas cincuenta personas en total, trabajaban y se movían al unísono, en perfecta armonía, como en el ballet.

Ahora bien, lo más impactante fue ser testigo de cómo se reproducía un suceso que se había producido 51 años antes y que, basándonos en fuentes coetáneas, habíamos analizado en la obra ‘Pardines. Cuando ETA empezó a matar’. Las palabras cobraban vida, los muertos se transformaban en seres de carne y hueso, y la violencia se hacía dolorosamente palpable. Como era inevitable, la escena no transcurría exactamente como yo la había imaginado: de alguna manera, en el rodaje todo parecía mucho más real.

Supongo que los espectadores que vean la serie albergarán una sensación similar. Desde la perspectiva de muchos de ellos, al ser un producto televisivo de evidente calidad, tendrá visos de ser históricamente cierto. Así, es probable que el relato acerca de la primera ETA que perdure en su memoria no sea el que está escrito en los libros académicos de historia, cuyos lectores suelen ser una ilustrada pero exigua minoría, sino el que les transmite la pequeña pantalla.

Al igual que el cine, la televisión es una herramienta de divulgación muy poderosa. Y, como tal, plantea algunos dilemas. El primero tiene que ver con el rigor histórico. A un buen documental se le exige estar basado en pruebas, pero a la ficción audiovisual le están permitidas ciertas licencias. Es más, suelen resultar inevitables: la documentación e incluso las fuentes orales dejan demasiados huecos que es imposible cubrir. Tal vez podamos tener la certeza de qué medidas se aprobaron en determinada reunión, pero no sabemos el tono del discurso de este o aquel individuo, si alguien aplaudió, gritó o hizo señas, la naturaleza de las relaciones entre unos y otros en ese preciso momento, sus pensamientos íntimos, sus sentimientos, qué comieron o cómo iban vestidos.

Otro problema surge cuando la narrativa audiovisual se pone al servicio de una causa política: irremediablemente cae en un maniqueísmo tosco, dibujando personajes antagónicos, los ‘buenos’ contra los ‘malos’, sin conflictos internos, contexto ni matices. Un fenómeno parejo se detecta cuando se pretende construir un relato hipersimplificado y presentista para hacerlo más fácilmente digerible por un público amplio. Tampoco resulta raro que se retraten episodios o personajes complejos de manera distorsionada, casi caricaturesca. Valgan como muestra series como ‘Trotskiy’ (2017) o ‘The Spanish Princess’ (2019).

Por suerte, no todas las producciones cometen esos errores. Cuando cuentan con un trabajo de investigación previo y sus impulsores están comprometidos con la verdad histórica, el cine y la televisión pueden convertirse en una extraordinaria herramienta de difusión y pedagogía. El efecto funciona especialmente cuando son capaces de poner rostro humano a un drama sangriento. El mejor ejemplo es ‘Holocausto’, la serie televisiva de la cadena NBC creada por Gerald Green y dirigida por Marvin J. Chomsky. Relata la historia de dos familias alemanas, una de judíos y otra de ‘arios’, que acaban en los campos de exterminio, los primeros como víctimas, los segundos como verdugos. Su estreno en EE UU en 1978 tuvo un éxito sin precedentes, alcanzando una cuota de pantalla cercana al 50%. Al año siguiente se emitió en la República Federal de Alemania, donde la vieron 20 millones de telespectadores. Allí, donde un sector significativo de la clase política y la sociedad había intentado pasar la página del nazismo sin haberla leído primero, ‘Holocausto’ causó una honda conmoción: la ciudadanía alemana empatizó con los judíos y se hizo preguntas en voz alta, lo que le ayudó a enfrentarse con la brutal realidad histórica.

En España se han creado numerosas series y telefilmes sobre ETA, aunque no tantas sobre sus víctimas, como refleja la reciente y excelente obra ‘Testigo de cargo’, de los historiadores Santiago de Pablo, Virginia López de Maturana y David Mota. De factura desigual, ninguno de estos productos ha alcanzado la repercusión que ‘Holocausto’ tuvo en Alemania. No obstante, la ficción televisiva tiene por delante un largo recorrido. El estreno el próximo año de series como la ya mencionada ‘La línea invisible’ y ‘Patria’, de HBO, es una noticia esperanzadora. Si están bien documentadas y ejecutadas, pueden suponer un punto de inflexión para la memoria de las víctimas del terrorismo. Estamos deseando verlas.