Considera el autor que la participación de todos en la manifestación constituye una buena ocasión para airear siquiera algo el ambiente irrespirable que padecemos.
La crisis política vasca venía desenvolviéndose como una partida de ajedrez en que lo lógico hubiera sido acordar tablas por repetición de movimientos, aunque en este caso las reglas de juego no permitían el empate y sí una confrontación de consecuencias imprevisibles en torno a la propuesta de Ibarretxe el 27 de septiembre. No obstante, una vez más el lehendakari ha mostrado que si tiene una virtud política, ésta consiste en la capacidad de tomar la iniciativa. Lo ha probado al convocar una manifestación de todos los demócratas vascos para el 22 de diciembre con el único lema de «¡ETA kanpora!», fuera ETA. Ciertamente, no por eso va a desaparecer la tensión creada por la oferta del Estado Libre Asociado, versión irlandesa, y sobran elementos para desconfiar de una convocatoria que coincide en el tiempo con el rechazo definitivo de ETA a lo que considera una renovación del estatutismo. No hay que descartar, en consecuencia, la hipótesis de que Ibarretxe decide ahora romper la baraja del entendimiento con la organización terrorista, pero no por rechazo sincero hacia la misma, sino como respuesta a la negativa rotunda de ETA a colaborar con su plan. También cabe la posibilidad de que una vez más el Gobierno vasco y el PNV intenten capitalizar una movilización popular contra ETA en beneficio exclusivamente propio, convirtiendo el «¡ETA kanpora!» en un «¡Lehendakari aurrerá!», según ya ocurriera de forma grotesca en la manifestación de duelo tras el asesinato de Fernando Buesa. Por no hablar de la evidente aura de popularidad que rodeará a quien se convierta por un día en el heraldo de la paz en Euskadi, después de tantas ocasiones, el 27 de septiembre la última, en que ha colocado sus intereses de partido por encima de la unidad contra la muerte. Ibarretxe podrá decir en lo sucesivo y sin merecerlo que tiene tras de sí a todos los vascos demócratas. En una palabra, ni los antecedentes ni las previsiones animan, y actitudes como la de Rosa Díez son perfectamente comprensibles a título personal. Después de todo lo que ha pasado, ¿tiene algún sentido otorgar a Ibarretxe un nuevo margen de confianza?
Vistas las cosas desde este ángulo, no existe razón alguna para acudir a la manifestación. Sólo que al pronunciar semejante rechazo estaríamos adoptando una posición simétrica de la que con razón se critica en Ibarretxe y en el PNV, al poner por delante la confrontación entre políticas partidarias y olvidar lo esencial, la unidad de acción a toda costa de los demócratas contra el terror. No resulta nada agradable pensar que Ibarretxe va a ser el gran beneficiario del éxito de la convocatoria, un coste inevitable que, sin embargo, es compensado ante las ventajas que pueden lograrse de la unidad de acción y por el precio a pagar por las ausencias.
Una vez más resulta imprescindible tener en cuenta que en el caso vasco, dada la excepcionalidad generada por el terror, la firmeza en las líneas de actuación política ha de ser conjugada con una gran flexibilidad en cuanto a la valoración de las situaciones concretas. Las estrategias tienen que desplegarse sobre un tablero sobre el cual intervienen más de dos jugadores, a pesar de la apariencia dualista del panorama político y de la impresión arraigada entre la mayoría de los constitucionalistas de que en los últimos años la bipolaridad supone un dato inalterable. De ahí que el enfrentamiento entre nacionalistas y constitucionalistas haya presidido la escena a partir de Lizarra. No se trata de una contienda imaginaria. El regreso de ETA a la práctica del crimen político a partir de diciembre de 1999 no alteró la voluntad de PNV y EA de seguir avanzando por encima de todo hacia la ejecución del proyecto soberanista, y no solamente eso, se mantuvo por parte de los nacionalistas democráticos una estrategia de la tensión frente a dos partidos que iban viendo caer asesinados uno tras otro a sus representantes. Es así como fue conscientemente arruinada, conjuntamente por el Gobierno vasco y por el PNV, la gran ocasión para el reencuentro ofrecida por el asesinato de Fernando Buesa en febrero de 2000. La trayectoria culminó en los pasados meses de agosto y septiembre. Primero, con la oposición rotunda a la ilegalización de Batasuna, no por la actitud perfectamente lícita de censurar la medida, sino por convertirla en un pulso institucional y en el pretexto para una campaña de descalificación contra el Gobierno y la justicia centrales. A continuación, todo puente quedó roto con el planteamiento institucional de un proyecto de «superación» del Estatuto y de avance en dirección a una pre-independencia, claramente anticonstitucional, algo que de entrada hace añicos toda perspectiva de convivencia razonable entre los dos sectores democráticos ya previamente enfrentados.
No hay que ver, pues, en la convocatoria un intento disimulado de reconciliación. A pesar de los más que dudosos resultados de su campaña de propaganda y de consultas a los agentes sociales, Ibarretxe sigue ocupando la posición de la banca en la mesa de juego y está en condiciones de incidir ventajosamente sobre las estrategias de los demás jugadores, hasta colocarles por lo menos en posición a corto plazo de pérdidas seguras. La sombra del desastre electoral batasuno sigue proyectándose sobre las relaciones entre los dos nacionalismos. El «¡ETA kanpora!» no es «¡Batasuna kanpora!», sino una invitación arriesgada de cara al futuro: «¡Batasuna gurekin!», Batasuna con nosotros, bien por la vía de desplazamiento de votantes a favor del Estado Libre, bien mediante el trasvase de un amplio sector de antiguos radicales hacia el nuevo radicalismo, el institucional del plan Ibarretxe, dejando de lado el peso muerto del terror. La defensa a ultranza de la legalidad de Batasuna y los guiños sucesivos buscando el respaldo del grupo de Otegi irían en esta dirección, si bien el enroque de ETA en torno a sus posiciones de siempre ha impedido el acuerdo, siquiera implícito. Había que forzar la mano e Ibarretxe ha dado el paso. Los atentados de un futuro inmediato nos dirán si el desencuentro va a parar a una ruptura irreparable, similar a la clásica entre Michael Collins y Eamon de Valera en la Irlanda de los años veinte. En la vertiente opuesta, nada puede complacer más al lehendakari que la creciente divergencia entre los dos partidos firmantes del Pacto Antiterrorista y la deriva autista del PP. El llamamiento para manifestarse juntos puede ahondar la fractura, de manera que Ibarretxe, actuando a la vez sobre dos tableros, se convierte en un auténtico jugador de ventaja.
La dureza de la crítica no ha de servir, empero, para ocultar la realidad, y ésta sigue siendo que toda perspectiva de normalización de la vida política en Euskadi pasa por un alto grado de acuerdo con el PNV en las cuestiones fundamentales. No se trata de considerar ilícito el intento de los partidos constitucionalistas o estatutistas de desplazarle del Gobierno por la vía electoral; es más, sólo habrá normalidad cuando los nacionalistas democráticos acepten la rotación en el poder. Ahora bien, tampoco tiene sentido proponerse el aplastamiento del PNV, según muchos pensaban en vísperas del 13-M, entre otras cosas por ser un objetivo irrealizable y porque existen unos vasos comunicantes entre el nacionalismo democrático y el etarra, tal y como pudo apreciarse en las últimas elecciones, de manera que el declive de uno alimenta al otro. Es preciso lograr la cuadratura del círculo en este punto, manteniendo por una parte la intransigencia frente a toda iniciativa tendente a destruir el orden regido por el Estatuto, y por otra tendiendo la mano en toda circunstancia que pueda propiciar que Ibarretxe y el PNV bajen del monte, por improbable que esto sea. A sabiendas de que la rectificación es muy difícil de lograr, no cabe otra salida si aspiramos a que la política vasca sea algo más que una secuencia interminable de pelea de carneros.
La participación de todos en la manifestación del 22 de diciembre constituye una buena ocasión para airear siquiera algo ese ambiente irrespirable. Para empezar, el lema es inequívoco. No es el ambivalente «Necesitamos la paz», ambiguo llamamiento a dos contendientes sobre quienes se pronuncia a continuación una censura que los equipara, ni el «sí a la vida, sí al diálogo» del mismo estilo que presidió la manifestación de Bilbao en marzo de 2001. «ETA kanpora!» tiene otro aire. «ETA fuera de nuestras vidas de una vez y para siempre», insiste el lehendakari. Recuerdo que la primera vez que en Euskadi escuché el ¡kanpora!, la expresión iba dirigida a un perro que estorbaba en la casa. Es una invocación rotunda para que desaparezca de una vez aquel que perturba decisivamente la convivencia entre los vascos. ¿Qué demócrata puede estar en desacuerdo con ello?
Parece que puede estarlo el Partido Popular. Un eventual rechazo buscaría apoyo en el deterioro, a su juicio irreversible, que el nacionalismo ha introducido en el sistema político vasco, amenazando incluso desde el 27 de septiembre la supervivencia de su marco legal, el Estatuto. No cabría el diálogo con Ibarretxe, y menos secundar iniciativas que pueden fortalecer su posición política. Interviene también la tendencia de Aznar y los suyos en estos últimos tiempos a resolver toda dificultad mediante una política del avestruz envuelta en gestos de arrogancia. Los populares se han blindado contra toda comunicación política e incluso, en el caso del presidente Aznar, se permiten dar y quitar oportunidades para el diálogo según les gusten o no los gestos y las palabras de la oposición. Es de desear que ese encastillamiento tenga una brecha en la actual coyuntura vasca. Ante todo, porque resulta fundamental la expresión de la unidad en un momento difícil para ETA, cuando ésta podía confiar desde el verano pasado en que iba abriéndose un abismo entre los demócratas en torno a los temas de la ilegalización de Batasuna y del plan Ibarretxe. La presencia de todos serviría para mostrarle que en el rechazo al terrorismo no hay fisuras, o por lo menos que éstas se subordinan al objetivo principal. En segundo lugar, la ausencia del PP sería el mejor regalo que pudiera recibir Ibarretxe, al ver confirmada su habitual posición salomónica de denuncia de los dos extremos que se niegan a aceptar la aspiración de los vascos a una convivencia armónica. Sería lamentable que el «ETA kanpora» se deslizara a un «ni ETA ni PP», que haría las delicias del campo nacionalista. Y por fin, esa misma presencia de todos invalidaría otro de los tópicos del discurso de Ibarretxe, la pretensión de ser el representante único de los intereses vascos en cuantos campos intervenga. Quedaría claro que los defensores del Estatuto y de la Constitución están, no ya con la persona de Ibarretxe como líder político, sino con el presidente de la Comunidad, cuando se trata de defender los valores democráticos, siendo ello compatible con la más radical oposición a todo intento de subvertirlos.
Antonio Elorza Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.
Publicado en EL PAIS, 18/12/2002