Mikel Buesa-Libertad Digital
De la misma manera que Gregor Samsa –el memorable personaje de Kafka– «se despertó una mañana después de un sueño intranquilo (y) se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto», ETA , después de haber «desmantelado totalmente el conjunto de sus estructuras», se ha transformado en un remedo de sí misma, integrando a sus militantes en «la lucha por una Euskal Herria reunificada, independiente, socialista, euskaldun y no patriarcal»; o sea, en la izquierda abertzale, esa amalgama de entidades de todo tipo que forman lo que en su momento se designó como Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV), que se delimitan por su adhesión al hecho fundacional –que no es otro que el de la creación de la propia ETA el día de San Ignacio de Loyola de 1959– y que hoy lideran Sortu y la coalición Bildu –ambas, entidades de acción política creadas por la propia ETA y bendecidas, gracias a su pacto con el presidente Rodríguez Zapatero, por el Tribunal Constitucional–. De que la metamorfosis de ETA lo es en sí misma no cabe ninguna duda; y así no puede albergarse la menor sospecha de que, de esa manera, desaparece transformándose, lo mismo que Gregor Samsa, en un siniestro esperpento.
No se trata de un juego de palabras, pues lo relevante, antes y ahora, es la política. ETA la ejerció mediante el terrorismo, la agitación callejera y la acción institucional. Ahora, transformada, se queda preferentemente con esta última para tratar de llegar a lo mismo que antes por la sencilla razón de que no se ha creído nunca políticamente derrotada –y, de hecho, no lo ha sido, por mucho que, desde hace ya ocho años, se haya visto incapacitada para cometer atentados–. La continuidad política de esa ETA ya inexistente es obvia porque así lo proclama ella misma, a través de sus militantes, en su acta final. Por consiguiente, ya no tendremos terrorismo; pero sí tendremos la política del terrorismo, ejercida por los mismos individuos que desarrollaron la campaña violenta desde el 7 de junio de 1968 –el día en que Echebarrieta y Sarasketa mataron al guardia civil José Antonio Pardines Arcay– hasta el 16 de marzo de 2010 –fecha en la que Carrera Sarobe asesinó a Jean-Serge Nérin–.
Tratemos entonces de esos individuos. Hay varios motivos, aunque el más importante es que la mayoría de ellos –de los que siguen en la lucha– se encuentran encarcelados o exiliados. Y también porque, ya en el minuto uno ulterior al último comunicado de ETA su situación salió a relucir como problema político, torpemente enunciado por Patxi López, en nombre de los socialistas y la izquierda, y más inteligentemente planteado por el lehendakari Urkullu y la presidenta Barkos, desde el flanco nacionalista vascongado.
Hablemos de los presos de ETA, no porque haya merecimientos para ello –como recordé en mi anterior artículo en Libertad Digital– ni porque haya llegado el momento de la magnanimidad con el derrotado. No, hablemos simplemente porque se trata de un problema político en el que confluyen muchos intereses: están, así, los socialistas, que se proclaman artífices del final del terrorismo y que, anclados en un Pacto de Ajuria Enea periclitado hace ya dos décadas, pretenden trastocar la idea de paz por presos por la de presos por paz –dando, por cierto, de esta singular manera la razón última a la propia ETA–; está también el nacionalismo vasco moderado, que necesita presentar algún avance en esta materia para constreñir a sus rivales electorales de la izquierda abertzale, coyunturalmente apoyados por Podemos; está asimismo el PP, que en esto exhibe una sequedad de ideas y una cansina repetición de tópicos que le deja a los pies de los caballos cuando ha de enfrentarse a las normales transacciones de la política, pues el poder lo ejerce desde la minoría; está igualmente Ciudadanos, donde esa sequedad se convierte en un erial; están de la misma manera las víctimas de ETA, interesadas en obtener justicia y consecuentemente opuestas a que se repitan una vez más los oscuros trasiegos del pasado –que, por cierto, causaron una buena parte de esos más de 350 casos sin resolver a los que ahora la Audiencia Nacional, no sin impotencia, quiere meter mano–; y está finalmente una mayoría de ciudadanos, los vascos entre ellos, a los que esto de ETA y sus presos no les parece un asunto importante.
Hablemos, pues, de los etarras presos trastocados en izquierdoabertzalistas presos. Y recordemos como principal premisa que su estancia carcelaria se debe a que cometieron delitos –las más de las veces, crímenes horribles– con una finalidad política –lo subrayo porque es precisamente esa finalidad la que confiere a tales delitos una especial gravedad; y no se la resta, como algunos quieren creer para sacar ventaja en la discusión, mientras otros, asustados e ignorantes, les hacen el juego–. Una finalidad política –la «Euskal Herria reunificada, independiente, socialista, euskaldun y no patriarcal» que acaba de enunciar ETA– que no ha experimentado la metamorfosis de la organización a la que sirvieron y que, por consiguiente, debe ser tenida en cuenta a la hora de aplicar, con el necesario rigor, las leyes penales. El repudio de la violencia y el perdón se imponen, así, como un requisito ineludible.
Y hablemos con las propuestas en la mano. De momento, la que está sobre el tapete es la de Urkullu y Barkos de constituir un «grupo de trabajo» intergubernamental para «desarrollar los consensos parlamentarios que se alcancen en Navarra y Euskadi». ¿Y por qué no un grupo de trabajo más extenso, con los Gobiernos y también con las víctimas, con los políticos y con la sociedad civil? Las víctimas, además de estar presentes, podrían designar expertos –juristas, politólogos, psicólogos– que asesoren, más allá del interés partidario, las acciones a considerar. Porque si de lo que se trata es de definir una nueva política, habrá de hacerse considerando todos los intereses en juego y, por encima de ellos, el de una sociedad democrática «que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político», tal como proclama la Constitución. Y habrá de hacerse con luz y taquígrafos, no en oscuros despachos o en lujosos restaurantes, entre susurros y entendimientos implícitos, con transacciones ajenas al tema principal de por medio o con espurios acuerdos. Pues ya no nos valen los viejos pactos, al estilo de los de Rosón –y luego Barrionuevo– con Bandrés y Onaindia –más tarde con el senador Azkarraga–. Por eso, si hay que cambiar la política penitenciaria con respecto a unos presos que persiguieron y que aún persiguen una finalidad política, es exigible que se haga mediante un proyecto de ley que se discuta y vote en el Congreso de los Diputados. De su contenido y acierto dependerá que este asunto pueda resolverse con inteligencia y con justicia; y que se cierre así la definitiva derrota política de ETA.