Consuelo Ordoñez-El Correo

  • No aceptamos una falsa reinserción de quienes siguen orgullosos de sus crímenes. No es un precio necesario para la paz

Han pasado siete años desde la autodisolución de ETA, y en este tiempo hemos vivido tantos acontecimientos trascendentes que quizás uno, tan significativo como indignante, ha quedado relegado al olvido: la foto de la autodisolución de la organización terrorista, difundida el 4 de mayo de 2018 en la localidad francesa de Cambó-les-Bains. Nos dijeron que era la imagen de su derrota. En realidad, fue la foto de la humillación más absoluta para sus víctimas.

Aquello no fue el final discreto de una organización criminal derrotada por el Estado de Derecho. Lo que vimos fue una puesta en escena cuidadosamente diseñada para que la izquierda abertzale capitalizara políticamente el final de ETA. Prolongaron ese final a cámara lenta: comunicados, anuncios publicitarios protagonizados por uno de sus asesinos más buscados, Josu Ternera, actos públicos y avales de supuestos mediadores internacionales. Apenas diez días antes tuvimos que soportar un comunicado en el que ETA pedía perdón exclusivamente a «aquellas víctimas que no tuvieron una participación directa en el conflicto». Con ese lenguaje envenenado se arrogaban la potestad de decidir quién merecía ser asesinado y quién no. Justificaban así centenares de asesinatos, miles de heridos, secuestros, extorsiones, amenazas y el exilio forzoso -para quienes tuvimos los recursos para marcharnos- de tantos ciudadanos condenados a una muerte civil en el País Vasco y Navarra.

Aquellas dos semanas de abril y mayo de 2018 marcaron el tono del discurso oficial que vendría después: ETA había sido derrotada por el Estado de Derecho y comenzaba un nuevo tiempo. Un verdadero año cero sin ETA. A las víctimas se nos sugería que pasáramos página, que abandonáramos nuestras legítimas reivindicaciones de verdad, justicia y memoria, porque desentonaban con este nuevo tiempo de paz y convivencia.

Pero esa supuesta derrota de ETA nunca se produjo. Por eso no hemos visto la única imagen que representaría su disolución: la de la operación policial con terroristas detenidos y puestos a disposición de la justicia. Una ETA verdaderamente derrotada no habría sido la protagonista de su propio final. No habría contado con el aval de mediadores internacionales de parte que jamás se dignaron a reunirse con las víctimas. No habría tenido como portavoz a un asesino prófugo de la justicia durante casi veinte años. Ninguna victoria vendida como tan rotunda ha resultado tan poco visible y tan amarga. Nunca unos terroristas supuestamente vencidos gozaron de tanto margen de maniobra gracias a la permisividad del Estado, cuya única obligación era aplicarles la ley.

Se ha logrado lo más importante: que ETA ha dejado de matar. Nunca hemos vivido un tiempo mejor en nuestro país y nunca se ha podido ejercer la política en mejores condiciones que sin ETA activa. Pero no nos engañemos: la desactivación de las siglas de ETA no ha borrado de un plumazo las consecuencias de su existencia. La tan ansiada paz se alcanzó a un precio que nuestros gobernantes han preferido ocultar: la legalización de la estructura política de ETA, la impunidad de muchos de sus asesinos y la escenificación de un final sin vencedores ni vencidos. La imagen de Cambó-les-Bains simboliza esa rendición moral y política.

Las víctimas de ETA somos quienes hemos pagado, y seguimos pagando, el precio más evidente de este final negociado. Pero esta no es una cuestión que nos afecte solo a nosotras. Nos concierne a todos como sociedad. Porque la Verdad, la Justicia y la Memoria no son intereses particulares: son pilares fundamentales de cualquier democracia que merezca ese nombre. Por eso, a quienes invocan la convivencia para imponer el olvido y nos exigen generosidad, les recuerdo que las víctimas ya hemos sido generosas. Hemos roto la espiral de la violencia, evitando el conflicto y confiando en que nuestras instituciones salvaguardarían nuestros derechos; aunque nos han fallado en múltiples ocasiones. No hemos respondido al odio con odio. Hemos respetado los derechos humanos incluso cuando vulneraban los nuestros. Hemos convivido con quienes nos amenazaban, nos herían y asesinaban a nuestros familiares. Y siempre hemos reconocido el derecho a una segunda oportunidad para quienes reniegan de su pasado criminal con sinceridad y muestran públicamente un arrepentimiento honesto.

Lo que no aceptamos, ni aceptaremos, es una falsa reinserción, utilitaria, de quienes siguen orgullosos de sus crímenes, integrados en entornos políticos que los exaltan como héroes, los llaman «presos políticos» y les prohíben arrepentirse de sus crímenes. Ese no es un precio necesario ni aceptable para la paz. No podemos, ni debemos, transitar del terror a la paz sacrificando la Justicia, la Verdad y la Memoria de lo ocurrido.