Mikel Buesa-La Razón
Si no fuera porque estamos ya advertidos del mixtificado lenguaje de ETA, tal vez podrían habernos engañado. Pero no es así. La escenificación del final, leído por Josu Ternera, ha respondido a lo esperado. Dice que «ha desmantelado sus estructuras», que «da por concluida su actividad política», pero señala que sus miembros «continuarán la lucha por una Euskal Herria reunificada e independiente» porque, según su simplista visión del País Vasco, «los estados (España y Francia) se obstinan en perpetuar… el conflicto que (los) enfrenta a Euskal Herria». Y también llama a «acumular fuerzas» para «abordar las consecuencias del conflicto» –una manera ésta de designar eufemísticamente a los terroristas que deja en las cárceles o en el exilio– y «lograr el reconocimiento nacional … que conduzca a la constitución del Estado Vasco». Nada nuevo. Otra vez sugiere que, tras seis décadas de guerra, llega a un armisticio. Aunque no ahora, pero sin duda pronto, la izquierda abertzale –que se constituye en su adhesión a ETA y en la que ahora ETA se metamorfosea– reclamará la magnanimidad con el vencido, sacando a relucir a sus presos como si fueran meros prisioneros de guerra.
Pero resulta que no ha habido tal guerra. Resulta de los terroristas de ETA nunca fueron combatientes a las órdenes de un mando identificado y responsable de sus subordinados, nunca llevaron un signo distintivo que permitiera identificarlos a distancia, nunca portaron sus armas a la descubierta y nunca ajustaron sus acciones a las leyes y costumbres de la guerra, tal como exigen los Convenios de La Haya y de Ginebra. Por mucho que lo pretenda con su parafernalia belicista, no estamos ante unos soldados que, acabado el conflicto, retornan a sus casas desarmados. Porque tampoco ha habido un desarme completo y verificable. Y porque no todos los integrantes de la banda terrorista ETA vuelven al hogar a contar sus crímenes bajo la forma de inexistentes batallas, toda vez que, tanto dentro como fuera de las cárceles, quedan núcleos de disidentes, algunos armados y dispuestos a mantener el espíritu de la lucha –de momento– para hacerla efectiva otra vez, acaso en un futuro próximo, si sus pretensiones de amnistía y autodeterminación no llegan a realizarse.
ETA, otra vez. Ahora, cuando a Josu Ternera y otros dirigentes se les abre un proceso por crímenes contra la humanidad, pretende difuminar su pasado infame a la vez que lo reivindica como necesario. Esta exigencia vergonzosa nunca debiera ser aceptada ni por la opinión pública ni por el Estado. Aún nos quedan veinte o treinta años para que las responsabilidades penales de los crímenes cometidos durante cuatro decenios de violencia se vean satisfechas.
Ello no borrará la culpa ni devolverá a las víctimas el consuelo. Pero se habrá hecho la justicia de los hombres. Tal vez entonces, pasado el tiempo de nuestra generación, si no pervive la expresión política de esa violencia profanando las instituciones, llegue el momento de la reconciliación.
Lo esperamos.