Durante el periodo preelectoral, Bildu pasó a ser el símbolo de la libertad vasca, y por tanto del verdadero nacionalismo, atenazado desde Madrid. El PNV intervino activamente en esa construcción, por no aparecer como traidor y porque la mayoría de la opinión pública vasca rechazaba la ilegalización.
Paradójicamente, el mayor triunfo político de la historia de ETA ha tenido lugar cuando mayor era su debilidad y se auguraba su desaparición. Y ni siquiera se vio obligada a dar el paso de autodisolverse. Bastó la declaración de ‘alto el fuego’ y una feliz concordancia entre la inactividad ligada a la tregua y a la impotencia, de un lado, y el rocambolesco episodio que acabó en la legalización de Bildu, de otro, para que buena parte de la sociedad vasca interiorizase que los días de la violencia habían cedido paso a la ‘alternativa democrática’. Incluso fue oportuno que la legalización le tocase a Bildu y no a Sortu. El partido político Sortu era por una parte un sucesor demasiado evidente de Batasuna y por otra la obligada concesión de los reiterados rechazos a ETA de los Estatutos y del acto de presentación suscitaban una peligrosa ambigüedad: resultaba extraña la condena del padre, en exceso forzada para ser verdadera, y el ‘rechazo’ colocaba además a la nueva agrupación en la tesitura de tener que pronunciarse contra él a la menor infracción de la tregua. Bildu tenía la ventaja de las máscaras, que no es otra que encubrir al verdadero sujeto, y así mientras Sortu condenó el tiroteo de Francia, Bildu pudo refugiarse en una declaración plagada de eufemismos y con la tradicional llamada a los Estados español y francés, un texto que parecía redactado por la Batasuna de siempre. Además ahora lo lógico es que dentro de un tiempo el Tribunal Constitucional abra también la puerta de la legalidad para Sortu.
Era conocida la intención mayoritaria por parte de la izquierda abertzale -léase Batasuna- de desarrollar su política, coincidente en visión de la realidad vasca y en objetivos con ETA, de un modo autónomo, sin la sombra de unos atentados que desde hace tiempo la mayoría de los vascos rechazaban, incluido buen número de sus simpatizantes, y también sin la sofocante tutela que arruinó los acuerdos de Loyola en 2006. Pero en ningún momento pensó en la ruptura total, ni en exigir la autodisolución de la organización terrorista. Y en principio sin ruptura no iba a ser posible la legalización. La jugada de billar a tres bandas de enero: solicitud de legalización, ruptura de palabra y silencio aprobatorio de fondo. Como sabemos, el episodio estuvo a punto de terminar mal, pero el ‘happy end’ llegó y además cargado de bienes colaterales. De hecho, todo el período preelectoral estuvo dominado por el problema Bildu y así la extraña coalición cuyas caras visibles eran inicialmente el corpulento Urquizu y el semidesconocido Matute se convirtió en el verdadero protagonista de la consulta, antes de que ningún vasco depositara su voto en la urna. Por añadidura, lo que tiene menor gracia, Bildu pasó a ser el símbolo de la libertad vasca, y por tanto del verdadero nacionalismo, atenazado desde Madrid. El PNV no tuvo otro remedio que intervenir activamente en la construcción de este mito, tanto por no aparecer en calidad de traidor a la causa patriótica como por ser conocedor de que una amplia mayoría de la opinión pública vasca rechazaba la ilegalidad de Batasuna. Incluso llegó por medio de su presidente a atribuirse el éxito en el momento decisivo del Constitucional, por su presión sobre Zapatero, lo cual de paso dejaba por los suelos la imagen de objetividad del poder judicial español.
Y están, en fin, tanto la sólida plataforma electoral que siempre tuvo la izquierda abertzale como el aliciente del rechazo a una crisis importada desde Madrid. Para el electorado abertzale joven, el voto del 22 de mayo fue el ‘rompamos la cadena’, el ‘apur dezagun katea’, de la canción de Laboa, un momento de afirmación donde sin duda contaron positivamente las redes de sociabilidad, en aplicación del efecto-mayoría. Sin excluir que la intimidación ejercida durante mucho tiempo sobre las poblaciones vascas se haya traducido, vía síndrome de Estocolmo, en auténtica hegemonía política. Para una parte del electorado, gora gu ta gutarrak; para otra, gracias a ellos tenemos la paz.
El temporal ha pasado, pero sus efectos durarán. Por insuficiencias propias y despropósitos en Madrid, el dique socialista se ha resquebrajado y está al borde del derrumbamiento. El PP ha resistido, pero eso no basta. De inmediato el Gobierno Vasco será acusado de estar en contradicción abierta con la gran mayoría de los vascos. El relativo equilibrio de décadas pasadas ha desaparecido y Euskadi se inclina decididamente hacia el nacionalismo. Y el fenómeno afecta a Navarra, dentro de la menor proporción del voto abertzale. Ahora sí que hay base política para reemprender el camino soberanista. Porque para el PNV tampoco las cosas van a ser fáciles. Según apuntaba Anasagasti, está en condiciones de pactar con todos y así maximizar su poder institucional. Bildu le plantea en todo caso un difícil reto, de sustitución de hegemonía en Gipuzkoa y en medio rural, y de desafío en la puja por el label de verdadero patriotismo, justo cuando ese debate comienza a plantearse en el interior del partido. Una alianza con PSE y PP para instituciones claves perjudicaría a Bildu, y al mismo tiempo daría alas a su presión de cara al 2013, y a la presión de Egibar, sin olvidar a Ibarretxe. En fin, Bildu está ahí y del mismo modo que ETA quedó hibernada, le toca decidir hasta qué punto se aparta de los tiempos de demagogia en que sus impulsores formaban parte del complejo ETA/Batasuna. Solo cabe decir: hagan juego.
Antonio Elorza, EL DIARIO VASCO, 24/5/2011