LA CASUALIDAD, concepto desprestigiado en la era de la conspiranoia, ha cosido dos terrorismos distintos al boletín informativo: el etarra, que es noticia porque reivindica que se desarma, y el yihadista, que es noticia porque reivindica que le basta armarse con un coche y un cuchillo. Pero las diferencias entre ambas factorías de terror no se limitan a su vigencia –una muere, otra renace– o a su metodología. El asesino de txapela es menos fanático que el de turbante, y ambos se figuran soldados al servicio de una comunidad imaginaria; pero entre uno y otro se abre una brecha filosófica de siglos que marca el paso civilizatorio de la teocracia a la laicidad, de la tribu a individuo, del más allá al más acá.
Todo fanatismo postula una teoría unívoca de la salvación: una soteriología. Así como el yihadista aspira al califato universal, el etarra mataba para instaurar su propio paraíso: una Euskal Herria étnicamente pura e ideológicamente comunista. Pero el etarra –y en general el terrorista occidental de inspiración nacionalista o anarquista– planeaba sus atentados para salir de ellos con vida, al grito de gudari huido sirve para otra guerra. Sus asesinatos siempre incluían plan de fuga. Y si era detenido, se meaba encima en cuanto notaba la mano de un guardia civil esposándole. Ese pis es el fluido de una desesperación laica, porque el etarra anhela vivir en su edén terrenal de caseríos blancos y verdes colinas, no en un dudoso jardín de huríes abstractas.
El yihadista no se mea encima, ni ruega una vía Nanclares para Guantánamo. El yihadista, además, no se suicida. El suicidio es un privilegio occidental. Cuando vieron amenazada su cultura, Toller o Zweig se quitaron la vida; cuando ve amenazada la suya, el yihadista no hace un mutis melancólico e inocuo sino que muere en combate, matando enemigos, porque le han dicho que lo son el turista que pasea o el cliente de una terraza y se lo ha creído. Da lo mismo que el yihadista haya nacido en suelo europeo: en el momento de culminar la metamorfosis radical, su mente ha remontado todo el curso de la civilización que le cobija hasta instalarse en edades oscuras de sangre, fuego y cólera divina. La izquierda marxista, incapaz de superar la ideología para comprender la religión –lo que hizo Marx precisamente fue anclar la soteriología cristiana en el mundo de la materia: prometer el cielo proletario en esta vida, aunque luego resulta que siempre se retrasa–, busca en Occidente la culpa original que explique la agresividad coránica como una respuesta de clase al neocolonialismo imperialista, del mismo modo que durante mucho tiempo justificó la violencia etarra como reacción romántica a la opresión del Estado. Una incurable histeria penitencial les lleva a creer que el islamismo es como el comunismo: una gran idea que ha tenido aplicaciones malas. Hay que seguir probándola por más cadáveres que se apilen.
La verdad desnuda es que amputar piernas de niñas y balear nucas de concejales está mal. Sin política, por favor. Hoy sabemos que el comunismo es ontológicamente tan abyecto como el salafismo. El islam tiene un futuro esperanzador en eso que llaman musulmanes seculares, contra los que el yihadismo atenta por traidores, pero a menudo la traición es otro de los nombres del progreso.
En el fondo de todo terrorista, Ferlosio solo veía narcisismo, «una sórdida comezón masturbatoria que no se mira en estanques de agua sino en charcos de sangre».